sábado, 10 de octubre de 2009

RAÚL HENAO - FUROR DEL SUEÑO-








TRES POEMAS INÉDITOS DE RAÚL HENAO.


“Recibí sus dos bellos libros Sol Negro y El Virrey de los Espejos. Los he leído con la pasión que requiere una poesía como la que usted escribe. Mi entusiasmo y admiración por su obra ha crecido enormemente después de esta lectura, pues sólo conocía de usted los poemas que aparecen en la página electrónica de Sonámbula. Usted forma parte de esa familia que predijo Rimbaud cuando afirmara -y parafraseo- “Yo adivino esos horribles (extraños) trabajadores que se levantarán en el horizonte donde otros se desplomaron”.
Su poesía como que agarra al lector y no lo deja echar el libro a un lado hasta que termina su lectura. A mi me ha sucedido esto con sus dos libros que me los he leído de una sola sentada. Hay en el Virrey de los Espejos, imágenes que usted ha conseguido fundir, fundar, con la palabra, que me recuerdan lo que el gran director de cine checo Svanksmayer, logra a través de las imágenes visuales. En fin, su poesía esta inscrita ya en la historia de la mejor poesía surrealista escrita en nuestra lengua.”
(Fernando Palenzuela, último de los poetas surrealistas cubanos vivo.)



DON QUIJOTE DE LA MANCHA ACONSEJA A UN POETA
HISPANOAMERICANO DEL SIGLO XXI


Rescate en el aire nocherniego del barrio
el perfume de la pomarrosa, un nido de torcaza
en el entrepaño de la ventana.
Y luego ponga alto en la mañana
la música de un tango o una guaracha
mientras termina de bajar de la cama
para ir al baño en el corredor del hotel.
No importa que a su paso se interpongan
molinos de viento, rebaños de carneros
galeotes encadenados o toneles de vino.
O que de vuelta en la habitación
se aventure en sus brazos
alguna Maritornes, enemiga y hechicera.

El mundo, ya se sabe, es del color conque se mira
y hasta la bacía del barbero puede parecerle
el yelmo de Mambrino.
La Edad de Oro no tiene pasado ni futuro
porque a cada instante se levanta de sus ruinas
en el corazón humano,
aunque su Frestón cotidiano -cordura o cobardía-
no le permita apreciarlo de ese modo,
al subir a diario al autobús.

In memoriam Mario Cesariny



AMORES MALHUMORADOS


Todo lo que restaba al día era una carta lacrada
la burbuja de tus labios siempre a flor del deseo.

Se oía el ronroneo de una abeja pero la miel
se hacía de rogar más que la escarcha
que cubría con antelación el comercio
donde solías ir de compras en las mañanas.
Tan disímiles eran el paisaje y su marco,
la almohada y el sueño,
que a diario te ponía mala cara el paso del tiempo.

Yo escuchaba a mi vecino cantar las letras
de un tango a tus espaldas,
pasar al sereno en bicicleta,
pero no conseguía conciliar la realidad.
Me resignaba a esperar a solas tu ausencia
a contarle por teléfono mi malhumor a la noche.



LA AMANTE INVISIBLE


Vueltos de cara al viento de leva del propio
destino
A todo cuanto fuimos, somos y seremos
en el espejo de la humana condición,
sólo las horas de soledad alrededor nuestro
nos llevan a encontrar de nuevo la flor perdida
de la infancia,
el canto del cucarachero
en la tapia ruinosa
del viejo barrio suburbano.
Para, finalmente, otorgarnos la dádiva suprema
de cambiar la propia vida
aceptándola en su plenitud de goce y sufrimiento.

Vueltos de cara al viento de leva del propio
destino
a todo cuanto fuimos, somos y seremos
en el espejo de la humana condición,
sólo las horas de soledad alrededor nuestro
nos llevan a reanudar la búsqueda
de la fuente de la juventud y Eldorado,
la estrella de los magos o la amante invisible.
Y aceptándola en su plenitud, a cambiar la vida



NOTA BIO-BIBLIOGRAFICA

RAÚL HENAO:

Poeta y ensayista. Vivió en Venezuela, México y los EE.UU. Durante dos décadas colaboró en los suplementos literarios más importantes del país. Ha sido invitado a más de quince Congresos y Festivales Internacionales de poesía, entre ellos, al Festival de Curtea de Arges, Rumania (2001), El Salvador (2002) y Venezuela (2004).
Entre sus libros de poesía publicados se destacan Sol Negro, El Partido del Diablo y EL Virrey de los Espejos, una recopilación de su prosa poética.

jueves, 8 de octubre de 2009

GUSTAVO MEJÍA FONNEGRA - Cuentos-






SALA DE MÁQUINAS




Escampaba. Un reflejo dorado se esparcía por todo el lecho reseco de la laguna. Los restos de un pueblo sumergido entre el barro y el limo se veían a lo lejos. Buscó un sitio para sentarse. Sacó una libreta de notas. Trabajaba en la sala de máquinas de la represa.

Cada tanto revisaba el nivel de las aguas. Las sombras comenzaron a borrar los restos del pueblo. Un grupo de aves chillonas se perdió en el horizonte.

Recogió sus cosas. Poco antes de llegar a su auto, se cruzó con unos campesinos que regresaban a sus casas. Un perro con un ojo blanco se acercó meneándole la cola.

Saludaron. Desde ahí se veía el caserío, a orillas de la laguna. La carretera construida por la compañía, solitaria, bajaba en curvas cerradas hacia el campamento. Los faros del vehículo recortaban fantasmalmente los arbustos a lado y lado del camino.

— ¿Cómo está la laguna? —le preguntaron a su llegada.

—Casi seca —respondió.

A las siete de la mañana, el ascensor lo espera para bajar a la sala de máquinas, cincuenta metros bajo tierra. Desciende. Al abrirse la puerta, una luz metálica recorre todo su cuerpo. Se ajusta el casco. Entra. Tallada en la roca, una alta cúpula se alza sobre tres inmensas turbinas, alrededor de las cuales se mueven técnicos y obreros.

Confundiéndose entre ellos, solo recuperará su identidad a las dos de la tarde, cuando las sirenas marquen el cambio de turno.

Antes de trabajar allí, vivía en una ciudad, cerca de la frontera. Fue su primer empleo. Conoció a B., quien tenía un taller de grabado. Quería estudiar en Alemania. Vivieron juntos casi cuatro años. Se fue. No querían estorbarse, la pasaron bien, nunca pelearon. Seguían siendo amigos. Se escribían. Él se vino para la represa. Algo buscaba. No sabía. Las turbinas zumbaban. La bóveda pareció cobrar vida con la luz repentina de un reflector que portaban unos técnicos. Se acercó a las barandas. Las máquinas resplandecían en sus primeros ensayos.

Una multitud colmaba las aceras del centro de la ciudad. Cada quince días la visitaba, durante un fin de semana. Las calles y avenidas que la recorren estaban repletas de vehículos. La brea humeaba. El día transcurría aceleradamente. “Sólo me queda pasar por el correo”, pensó cuando ya iba camino a la biblioteca. Carta de B. “Besos y abrazos, estoy haciendo un estudio sobre éste pintor. Escríbeme. B.” Miró la postal. Dos reproducciones de un pintor Medieval, Mathías Grünewald, Alemania, 1460-1528. Las tentaciones de San Antonio y la crucifixión. Le pareció recordar el nombre del pintor. Guardó el resto de cartas y se dirigió hacia la biblioteca. Devolvió los libros que había prestado en la quincena anterior, y se puso a buscar entre los estantes. Tiene que estar por aquí… Grünewald… Buscó en una Historia del Arte y en una Enciclopedia. Tenía otro nombre. La información era escasa y fragmentaria.

Disfrutaba de su apartamento. Una ventana daba hacia el poniente. Miró un rato los autos que cruzaban por un puente, envuelto en la luz macilenta del atardecer. Buscó algo en la radio, se acomodó en la mesa, y mientras comía algo, miró de nuevo la postal. “¿Qué pintor tan extraño?, ¿qué habrá detrás de todo esto?”, pensó, mientras ojeaba las dos novelas que leería, y una biografía del pintor. El reflejo violáceo de un aviso luminoso titilaba a través de la persiana.

Leyó todo el otro día. Había comenzado a darle vueltas a la historia del pintor. No

encontró la película que buscaba. Se paseó un rato por el centro de la ciudad. Los domingos por la noche las calles y aceras estaban casi vacías. No podía mentirse, sabía que era otra forma de continuar con B. Sin embargo, la historia era interesante. Grünewald era maestro en hidráulica y construcción, pintor de retablos de iglesia y de vitrales. Su vida era oscura. Lo marcaron dos acontecimientos que en su época, el gótico tardío, asolaron Europa: las guerras y la peste. La más extraña de éstas era el fuego de San Antonio o mal de los ardientes. Pueblos enteros se intoxicaban sin saberlo con pan contaminado por un hongo microscópico. Borrachos, alucinados y sintiendo quemaduras en sus carnes laceradas, los habitantes de pueblos enteros salían desesperados a los caminos y finalmente se arrojaban a los ríos.

La rutina en el campamento cambiaba muy poco. Las mediciones en la laguna, el trabajo en la sala de máquinas. Pero la historia en la que escarbaba le daba un nuevo aire. Al regresar a la ciudad, lo primero que hizo fue visitar la biblioteca. Tenía la mesa llena de enciclopedias e historias del arte. –Perdón- , dijo, y se sentó. Tomaban notas. El ingeniero leía sobre un gran retablo que el pintor construyó, probablemente con el fin de brindar una esperanza de curación a las víctimas de la peste. Ella le preguntó algo sobre un libro de Arte. Salieron a la cafetería. La biblioteca barajaba sus propias historias. Después de la tensión inicial, un remolino invisible los envolvió.

Por la carretera que llevaba hacia la represa, se veía a lo lejos la ciudad. Encerrada en un valle, la recorría un río de lado a lado. Los barrios subían hacia la parte alta de las colinas. Los edificios del centro se erguían altos y fríos en medio de las calles simétricas. Y sobre ella, ese cielo desierto. Al pintor lo arrastró esa inmensa ola que fueron las guerras religiosas de Alemania. Lo pierde todo y se refugia en una ciudad ajena en la que pasa los tres últimos años de su vida. Se encarga del acueducto, vende pinturas que él mismo prepara, al igual que recetas médicas.

El trabajo en la represa llegaba a su fin. Las turbinas y el panel de control estaban funcionando. Una máquina de luz, como el retablo del pintor, compuesto por una docena de cuadros que se iban abriendo y cerrando, caja mágica iluminada desde lo alto de la capilla por sus desaparecidos vitrales. Cómo funcionaría toda esa inmensa maquinaria mística?. Le hablaron de otro trabajo, unos canales de irrigación. Lo pensaba. La laguna comenzó a llenarse con las primeras lluvias. La gente del caserío lo invitó a tomar café. Entró a conocer la casa. Las paredes eran de tapia. Los campesinos conversaban. El abuelo está enfermo. Dormía. Descolgado de la pared, un crucifijo reposaba en el nochero. Un vaso de agua. Sin saber que decir, miraba las paredes encaladas. Deslizó sus dedos por la huella de polvo, telarañas y pequeños insectos que dejó el crucifijo en la pared.

Ambos tenían miedo. Después de un rato se buscaron y amaron. Poco antes de salir del apartamento, ella le ayudó a preparar algo en la cocina. Acomodó un cuadro en la pared. Una noche se quedó a dormir. Escuchaban música. Se comenzó a oír de la calle un rumor creciente. Se asomaron a la ventana. Una larga fila de camiones comenzó a cruzar el puente. El ruido de motores se fue perdiendo en la noche. Un viento frío recorría la ciudad.

-¿De qué murió ese pintor del que me hablaste?- le preguntó ella.

–De peste- contestó el ingeniero.


EL ACCIDENTE



El río se escuchaba a través del vidrio roto. Al despertar vio, abajo, el torrente brillando entre la garganta de la montaña como una misteriosa serpiente ocultándose entre la neblina y la selva. Recordó el grito del chofer: -“agárrense”- El auto dio un primer bote al saltar sobre la orilla de la carretera. Caída. Al estrellarse contra un árbol, el auto detuvo su viaje hacia el abismo. Confundido en un oscuro sueño con lo que parecía ser su sangre, se sintió descender a las aguas.

El otro conversaba. Ensimismado, el ingeniero no prestaba atención a sus palabras. La señora de la jaula, repleta de equipajes, dormitaba en el asiento trasero. Y de pronto, la carretera patas arriba. Cuando al fin todo se detuvo, el primer silencio fue roto por las alas del pájaro. Sabía que el río estaba ahí, pero no sabía como había llegado hasta él. Tenía sed. Buscó con su boca el agua. Nada. No podía respirar, ni moverse. Atrapado en un instante. Solo podía girar a media su cabeza. Confusión.

Apaga el televisor. No te quedes ausente en medio de las cosas. Se me secan los labios. Por qué no estoy en mi trabajo. Tengo que abrir la puerta. Tirado, roto, por primera vez tuvo miedo. Todo acabó. La neblina subía y humedeció los restos del vehículo. Ni frío ni calor, sólo su cabeza ahí, reposando entre los restos del parabrisas. E l dolor no existía. El vidrio roto, los demás. Recordó las alas del pájaro al rozar su cara, revoloteando en medio del silencio.

Un rayo de luz se coló a través de los hierros retorcidos, iluminando los cristales desparramados alrededor del ingeniero. Un viento tibio lo llevó nuevamente hasta el río. Sus labios encontraron el agua. Estaba caliente. Algo llamó su atención, las manecillas del reloj del panel de instrumentos avanzaban y retrocedían, fosforescentes en la penumbra. La tierra enrojecida de la montaña, helechos, líquenes. Una rama rota. El paisaje del ingeniero.

De tanto en tanto las ramas azotaban el techo del vehículo. Todo arena cayendo. El árbol chirrió. En la estación de taxis alguien preguntó a la señora por su pájaro. Un canario criollo, un sabanero, no recordó, olvidaba con facilidad. Yacía atrás. Cuando días después despertó en la clínica, preguntó por su pájaro. Lloró. La jaula se incrustó en su regazo.

Sobre las piedras sumergidas se formaban remolinos una y otra vez. ¿Que serían? Era como tratar de tocar una telaraña. Color bermellón, el tronco flameaba. Entrecerró los ojos. Sus párpados se doblegaron. Mareado. Toda mi vida en un instante. La besé en los labios, la caricia de sus senos. Todo acabó. En la biblioteca, atardecía. No más boca. El reloj seguía saltando. Estaba ciego. Quería cambiar de vida. Todos querían. Enero del noventa y nueve.

Los buscaban en el río. Miraron hacia arriba, y allí estaba, suspendido sobre sus cabezas. Era el último árbol. –“Cálmese, ya vamos a sacarlos”- dijo una cara enorme. Al conductor nunca lo encontraron .Sintió un tubo entrando por su boca. En el helicóptero se sintieron optimistas.

Medio año después, el ingeniero mira el río desde lo alto del desfiladero. Todo es igual. Camina y habla con cierta dificultad. Enfocó el abismo con su cámara fotográfica. Una luz electrónica parpadeó en el visor. Todo se fue llenando de neblina.

_”Creo que al fin voy a poder ocuparme de mí mismo”-, pensó, mientras se dirigía hacia la carretera.


NITRATO DE PLATA


Saltando encima de las piedras, sigue el curso del agua, mirando su reflejo en ese espejo siempre móvil, fragilidad de la existencia que se desliza en el tiempo. Esta vez no apareció la más hermosa de todas, iluminando el riachuelo con el tono celeste de sus inmensas alas. Algún día será mía, piensa, la red encima de su hombro, pequeño cazador con la astucia de un gato.

Envuelta en el éter, agoniza. Al abrir la tapa del frasco, el acre olor se eleva hasta sus narices. Toma la mariposa entre sus dedos y aprieta delicadamente su cabeza, para no deformarla. A veces mueren con las alas abiertas, pero cuando se cierran, hay que desplegarlas con mucho cuidado para no resquebrajarlas. Luego la atraviesa con un alfiler.

La poeta le contó su proyecto: las alas de mariposas muertas, puestas sobre el papel fotográfico, en el laboratorio, dejan impresas imágenes sólo entrevistas en los sueños.

Con su caligrafía delicada, escribirá pequeños poemas para que levanten vuelo sobre este mundo ciego.

Le prometió que volvería con las manos llenas de mariposas, y esa tarde, en un rincón de su habitación, abrió la puerta que daba hacia el riachuelo.


LA SABANA DE LAS ICOTEAS


“Cómpremela doctor, está recién desenterrada”, sacó la cerámica de una mochila de fique trenzado, -recién desenterrada, pero igualmente recién hecha-, pensó, al tomarla entre sus manos, y sentir la tierra que la cubría desmoronarse entre sus dedos. “Donde la encontró “, le preguntó. “Ayer cazaba en el monte, y cuando me puse a covar para sacar un guatín que se encuevó huyendo de los perros, la encontré”. “¿Me vende también la mochila?”, le dijo, interesado por el diseño del tejido, que representaba de forma muy abstracta lo que parecía ser una figura femenina. El hombre, que tenía unos finos rasgos indígenas, aceptó encantado. El tiesto era un mono con una gran mazorca entre sus manos.

En invierno se inunda, pero en el verano la tierra se reseca. La sabana se encontraba cerca del litoral occidental, y las montañas que la encerraban estaban cubiertas de una espesa selva. Allá vivía el hombre, que se llamaba Orfilio “De las icoteas aquí no quedan ni rastros, doctor, hace mucho tiempo que no se ve ni una, pero allá en el monte si hay”, le dijo el hombre, al preguntarle porque la región tenia ese nombre. “¿Y porque desaparecieron las tortugas por acá?”, preguntó el ingeniero. “Mire nomás”, le dijo el hombre, señalando la tierra pelada de color amarillo cobrizo que cubría todo el valle.

Se tenía el proyecto de reforestar toda la sabana, pero primero era necesario construir una red de canales que drenara las aguas en invierno y regara la tierra en verano. Lo contrataron para trabajar en eso. Los estudios topográficos ya estaban hechos, el análisis de suelos era la labor que lo tenía ocupado en esos días. Pero había encontrado algo que lo tenia desconcertado, en todo el valle se encontraban unas especies de montículos que tenían una distribución sistemática, ora perpendiculares, ora paralelos a antiguos cursos de agua, pero cursos o canales que al igual que los montículos, parecían artificiales, hechos por los antiguos pobladores indígenas del valle. Sin embargo, en los estudios previos que hizo del lugar, no se mencionaba nada de esto. Se dedicó a recorrer todo el sistema de montículos, camellones los llamaban, y descubrió que cubrían casi toda la sabana, adyacentes a los ríos que permanecían casi secos en verano, pero aumentaban su caudal en invierno, inundando la mayor parte del terreno. En unas fotografías aéreas tomadas en la época de lluvias, se podía observar cómo canales y montículos confluían sobre el curso de agua principal. “¿Porque no se habrá descrito todo esto?”, se preguntó.

En más de una hora de camino por entre el monte, después de dejar el auto al final de la carretera, no vio ninguna casa, ni indicios de otra gente en los alrededores, el camino de tierra serpenteaba monte arriba y solo lo acompañaba ese susurro de la selva virgen, mezcla de cantos animales y vegetales que subían desde el suelo atiborrado de arbustos hasta el techo opresivo formado por la copa de los árboles. El hombre vivía en una casa levantada sobre cuatro pilares, con un piso de madera de palma, unas barandas que hacían la función de paredes, y un techo de paja circular. Es muy poco lo que la diferencia de las de sus antepasados, observó el ingeniero, cuando se sentó en un butacón que le ofrecieron. Toda la familia tenía rasgos indígenas. En un rincón colgaban las hamacas en las que dormían. Se veía un chinchorro y varios arpones. Un caparazón de icotea servía de recipiente para la sal al lado del fogón, donde tres gruesos troncos encendidos en sus extremos, dejaban escapar el humo por las rendijas del techo, formando, gracias a los rayos del sol, un alambicado diseño evanescente. “Queda muy poca gente, unos se fueron para el pueblo, y otros para la ciudad, aquí la vida es muy dura” le dijo el hombre. “Muy dura” dijo la mujer, que pelaba unos tubérculos que iba echando en la olla. “Muy solos por aquí”

“¿Mira, acá tengo todo el sistema, se distribuyen en casi el 80% de toda la sabana, que opinas?”. “Bueno, muy interesante, pero lo mejor es que te olvides de eso, no vaya y nos paren la obra declarándola patrimonio arqueológico” “Pero podría reconstruirse todo, respetando los trazos primitivos”. “Estás loco, saldría muy caro y demoraría mucho tiempo. ¿Además, que nos garantizaría que funciona?” Respondió el director del proyecto. “Limítate a seguir los planos, los tractores ya vienen en camino” Le dijo secamente.

“Porqué no se queda .El viejo va a cantar esta noche”, le dijo Orfilio, “además ya está anocheciendo y así no puede bajar por el camino; él es el papá de mi papá, se llama Restituto, y cuando se emborracha, habla en lengua” No pudo disimular su sobresalto. Todavía hablaba en lengua, que ya se consideraba desaparecida, y además cantaba a los espíritus ancestrales, algo de lo que solo se conocía en los textos de las crónicas, y ahí lo estaban invitando a escucharlo. Sólo hablaba la antigua lengua cuando cantaba y tomaba un aguardiente casero hervido con una raíz que nunca quiso revelar de qué árbol era. El viejo andaba en el monte preparándose para la noche. Al caer la tarde, regresó y se sentó en silencio, sin saludar. Tenía unos adornos hechos de monedas colgando de las orejas, pero de resto, su vestimenta era igual a la de los de los campesinos. Se ubicó en el centro del piso, y en cuclillas, comenzó a instalar una pequeña mesa, de unos dos palmos de alto, sobre la cual colocó cuatro caparazones de icotea, los llenó sirviendo de una vasija de barro, y luego las cubrió con una hoja grande de platanillo. Luego tomo en una mano un manojo de hojas de palma, y en la izquierda empuñó un estilizado bastón con una figura parecida a la de un felino. Comenzó a agitar rítmicamente las hojas, produciendo un sonido similar al de la lluvia y sus labios comenzaron a murmurar una canción. Todo se fue llenando de melancolía. En una mezcla de español y de lengua, el ingeniero pudo reconocer el nombre de un antiguo puerto colonial, ya desaparecido, de algunos animales y de la palabra espíritu y madre tierra.

La sabana estaba iluminada por una fina transparencia, pero no se veía ninguna luz ni firmamento. Unas mujeres, con grandes senos desnudos y una franja de fibra vegetal cubriendo sus caderas, trabajaban al lado de sus bohíos, desbrozando la huerta sembrada encima de los camellones; a su lado, unos niños jugaban con un cusumbo, que los miraba con sus inmensos ojos y silbaba un canto monocorde. Desde un montículo, unos muchachos sacaban del canal un chinchorro repleto de bocachicos. Más lejos, un grupo de hombres sudorosos trabajaban en la construcción de una zanja, que se continuaba hasta un grupo de bohíos rodeados por unas palmas de chontaduro, tras las cuales se oía murmurar el río tras un pequeño bosque. Otras mujeres apilaban maíz en sus petates, y de la montaña se veían bajar unos cazadores que traían una danta a cuestas. De pronto, sintió la presencia de Restituto a su lado, agitando las ramas encima de su cabeza. “Antes todo era así de bonito”, le dijo el viejo, al tiempo que desaparecieron todas esas imágenes, y solo le quedó el recuerdo del momento en que sintió ganas de vomitar luego de tomarse el trago que el viejo le ofreció.

No quiso oír los cantos de sirena entonados desde el fondo de su inconciente, al regresarse al otro día. No todo fue color de rosa, hubo cosas terribles, imágenes delirantes, regresiones a épocas y acontecimientos que ya creía liquidados para siempre, cosas absurdas o bellas y nada más. Pero lo único que le interesaba era el “Antes todo era así de bonito”, solo eso, el resto, cantos de sirena.

“¡A que horas llegan? …bien, son cuatro casas con tejado de hojalata, y a su lado hay media docena de tractores, los estaré esperando”. -Fue una suerte que todavía esté trabajando ahí, cosa que muy pronto no podrán decir de mi mismo-. Pensó el ingeniero mientras llegaba la nave de los periodistas. Aterrizaron, se embarcó con ellos, y comenzaron a recorrer la sabana desde las alturas. Sobrevolaron de norte a sur toda la región, y como ya habían comenzado las primeras lluvias, se podían ver los canales dibujados por pequeños hilos de agua, adyacentes a las ciénagas que se formaban aquí y allá, o a los principales cursos de agua, roturándolo todo. Los periodistas filmaban y tomaban notas. Unas curiosas formaciones en abanico se observaban en los recodos mas pronunciados de los ríos, pero sólo en el extremo sur de la sabana encontraron una explicación a las inundaciones de la zona: se trataba de un delta interior formado por la confluencia de tres grandes ríos en donde se inician las grandes llanuras que se dirigen hacia la costa occidental. Debido a una falla geológica, la sabana esta deprimida en relación a las llanuras, y al desbordasen los ríos en el delta, la convierten en una inmensa zona cenagosa. Para remediar este orden de cosas, los indígenas inventaron todo ese gran sistema de drenaje, que permitía, además del flujo de las aguas en invierno, la conservación de las huertas en verano, en lo alto de los camellones. -“Esto es increíble”-, decían los periodistas, -“y nadie sabía que esto existía”- Le aseguraron que al otro día la crónica circularía en todos los noticieros del país, y luego podrían interesarse los corresponsales extranjeros. Sentado en las orugas de uno de los tractores, los vio desaparecer en el horizonte.


LA CARTA EN EL CRISTAL


Estimado Alejandro, la semana pasada llegó ésta carta a mi correo, creo que en la próxima reunión de la revista podríamos hablar de ella.

Ingeniero, así como el agua pule la piedra mas dura, el tiempo de un hombre cincela las palabras que un día osará pronunciar. Como supe de usted poco importa, que hará con esto que escribo, tampoco. En el aliento del último sueño, vi ésta carta reposando en un estante de cristal, confío en mi memoria. La neblina matutina terminó de desvanecerse, y en el árbol del solar las hojas doradas por el sol les roban a los pájaros su vuelo. Mi pueblo es el mundo mismo, o por lo menos lo que sé de él por los libros que he leído. A las ciudades sólo voy a visitar sus bibliotecas, como voy a las montañas para sumergir mis manos en los torrentes que bajan de sus cimas. Aquí me quedaré por siempre, siguiendo el hilo luminoso de esa Ariadna que habita a pocas casas de la plaza principal, y que no lo sabe ni lo sabrá nunca, como el Otro nunca supo que el de Creta era un reflejo de su propio laberinto. Ni sigo el ejemplo de nadie, ni quiero ser ejemplo para nadie. En el establo de mi padre ordeño las vacas al amanecer, como él me enseñó, como les enseñaron a todos los muchachos de mi edad, porque así tenía que ser, y no por nada especial. De la misma forma manan las palabras de los libros, como titilan las estrellas de los cielos, no por nada especial, sino porque así tenía que ser, y de la misma forma transcurre mi vida, e igualmente así terminará.

En una casa abandonada, bajando por el camino que va hacia el trapiche de don Ezequiel, vi una tarde, reflejado en sus paredes, a Edgar Lee Master limpiando con mano firme y grácil una lápida en el cementerio de Spoon River, y el nombre era mi nombre.

La loca del pueblo corría alrededor de la plaza tocando una campana, en medio del aguacero. De donde sacaría la campana, se preguntaban todos. Ella reía y reía, balanceándola encima de su cabeza. Parecía volar sobre los charcos. Y de pronto se acercó a dos hombres elegantes, que nadie había visto, y les entregó la campana. Estos subieron a un auto, y se fueron. Luego vinieron los muertos.

He leído muchos manifiestos, los surrealistas, los anarquistas, los pánidas, los nadaístas, y yo le digo al profesor del pueblo, que es mi amigo: míralos, míralos morir. El se sonríe y me mira sin comprender.

Un día vi a la madremonte. Los hijos de un finquero me regalaron un rifle de aire comprimido. Me iba de madrugada al monte a cazar pájaros. En un rastrojo encontré un ratón de campo. Le disparé y le di. Al acercarme surgió de la maleza una señora muy vieja, llena de arrugas. La miré bien, y me di cuenta de que lo que parecían arrugas eran animales, todos los animales del mundo estaban ahí, pero el mundo ya no existía, todo estaba vacío, tiernamente vacío. La miré a la cara y no era una vieja, era un ser muy cercano a lo que a veces creo que es mi alma, pero no parecía humano, era como la llama de una vela en la oscuridad. Tenía los ojos en blanco. Luego desapareció. Al llegar al pueblo, me dirigí a la manga donde estaba un circo que había llegado la semana anterior. El director me quería comprar el rifle para montar un espectáculo de tiro al blanco. Se lo vendí. Por el pliegue de la carpa su hija, vestida de gitana, me miraba sonriente. Esa tarde, por primera vez en mi vida, hice el amor. Se llamaba Marta. Cuando me puede la melancolía, regreso a esa manga, me siento entre la hierba y comienzo a contar todos los espartillos con un ojo, y con el otro veo las nubes deslizándose en el cielo. Entonces veo a Marta y a ese ser que confundí con la madremonte.

Esto es lo que recuerdo de la carta, señor ingeniero. Además, debo salir a limpiar el establo.


Esteban.


RESEÑA DEL AUTOR

Gustavo Mejía Fonnegra

Febrero 15 de 1951

Licenciado en Filosofía y Letras UPB 1978

Magíster en Etnolingüística Universidad de los Andes 1987

Doctor en Filosofía UPB, en proceso

Profesor Facultad de Filosofía y Letras, UPB 1978-1979, 1991-1992; Universidad de Antioquia, Departamento de Antropología, 1979-1988; Universidad Nacional, Humanidades, 1980-1981, Investigador Universidad de los Andes,1989-1990; Secretaría de educación de Medellin, Profesor de Español desde el año de 2004.

Publicaciones:

"La perplejidad y el paisaje.-Apropósito de Malcolm Lowry-, Departamento de bibliotecas de la Universidad de Antioquia, cuadernillos del "Ciclo de literatura", 1982, y reproducido en la Revista dominical del Diario La Patria de Manizales el Domingo 17 de Octubre de 1982.

Guión y Dirección de la película "El cargador de hombres", cortometraje Super 8, Festival de cine aficionado de Caracas, 1982; Festival internacional de cine aficionado de Bogotá, 1984; Festival de cine aficionado de Quebec, Canadá, 1985; 3º festival de cine Santa Fé de antioquia, 2002.

Claude Lévi Strauss. El análisis estructural en etnología, en Epistemología e historia de las ciencias. ICFES, eventos científicos nacionales 1, Bogotá, 1984.

El papel del "yo" masculino en la estructuración de la persona gramatical en waunana, en Actas del V congreso nacional de antropología, Ed.Icfes, Bogotá 1990.

"Lenguas aborígenes de la costa pacífica colombiana", y "Presentación y descripción fonológica y morfosintáctica del Waunana", en Lenguas Indígenas de Colombia, una visión descriptiva, Ed. Instituto Caro y Cuervo, Santa Fé de Bogotá, 2000

Cuentos cortos:"Nitrato de plata",publicado en Generación, suplemento literario de El Colombiano, domingo 2 de Marzo de 2008 y "El accidente", publicado en Generación del Domingo 8 de Junio de 2008.

miércoles, 7 de octubre de 2009

SAMUEL BECKET Y CHARLES DUTHUIT -Conversaciones


Tres diálogos




Traducción por Romina E. Freschi y Karina A. Macció

En 1949 Samuel Beckett y Georges Duthuit mantuvieron varias conversaciones sobre arte. Estas charlas fueron escritas posteriormente por Beckett, en soledad, y "meramente reflejan, muy libremente, las muchas conversaciones que teníamos en aquel momento sobre pintores y pinturas". Para componer estos diálogos, muy teatralizables, Beckett elige a tres pintores que representan para él la modernidad en el arte: Tal Coat, Masson, y Bram Van Velde. Como la posición de Beckett, aunque muy lúcida, es siempre altamente idiosincrática, estos diálogos nos dicen más sobre el mismo Beckett que sobre los pintores elegidos.


- I - Tal Coat

B.-El objeto total, completo con partes que faltan, en lugar del objeto parcial. Cuestión de graduación.

D.-Más. La tiranía de lo discreto derramado. El mundo un flujo de movimientos tomando parte del tiempo vital, del esfuerzo, la creación, la liberación, la pintura, el pintor. El fugaz instante de la sensación que vuelve, que va hacia adelante, con el contexto del continuum que alimentó.

B:- En cualquier caso un pujar hacia una expresión más adecuada de la experiencia natural, tal como fue revelada la sinestesia general. Sea obtenida a través de la sumisión o la maestría, el resultado es una ganancia en la naturaleza.

D:- Pero aquello que el pintor descubre, ordena, transmite, no está en la naturaleza. ¿Qué relación hay entre una de estas pinturas y un paisaje visto a una cierta edad, una cierta estación, una cierta hora? ¿no estamos en un plano bastante diferente?

B:- Por naturaleza quiero decir aquí, como el más ingenuo realista, un compuesto de perceptor y percibido, no un dato sino una experiencia. Todo lo que deseo sugerir es que la disposición y la realización de esta pintura son fundamentalmente aquellas de la pintura anterior, acentuando el ampliar la afirmación de un compromiso.

D:- Vos renegás de la inmensa diferencia entre el significado de la percepción para Tal Coat y su significado para la gran mayoría de sus predecesores, tomando a los artistas con la misma servilidad utilitaria que en un embotellamiento y mejorando el resultado con un toque de geometría euclidiana. La percepción global de Tal Coat es desinteresada, no está ni comprometida con la verdad ni con la belleza, tiranías gemelas de la naturaleza. Puedo ver el compromiso de la pintura pasada, pero no aquello que vos deplorás en el Matisse de un cierto período y en el Tal Coat de hoy.

B.-Yo no deploro nada. Concuerdo con que el Matisse en cuestión, así como las orgías franciscanas de Tal Coat, tienen un prodigioso valor, pero un valor cognado con esos ya acumulados. Lo que tenemos que considerar en el caso de los pintores italianos no es que ellos han investigado el mundo con ojos de empresarios de la construcción, un mero medio como cualquier otro, sino que ellos nunca se han movido del campo de lo posible, a pesar de lo mucho que lo han ampliado. Lo único perturbado por los revolucionarios Matisse y Tal Coat es un cierto orden en el plano de lo factible.

D:-¿Qué otro plano puede haber para el hacedor?

B:- Lógicamente ninguno. Y aun hablo de un arte volviendo de allí con disgusto, cansado de sus insignificantes explosiones, cansado de pretender ser posible, de hacer poco más que la misma vieja cosa, de ir un poquitito más allá en un camino aburrido.

D:- ¿Y prefiriendo qué?

B:- La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, nada desde lo cual expresar, ningún poder para expresar, ningún deseo de expresar, junto a la obligación de expresar .

D.-Pero eso es un punto de vista violentamente extremo y personal, que no nos ayuda en el tema de Tal Coat.

B:-

D.-Quizás es suficiente por hoy.


- II - Masson

B:- En busca de la dificultad más que de su solución. La inquietud del que carece de un adversario.

B:- Esa es la razón por la que él habla tan a menudo estos días de pintar el vacío "con miedo y temblando". Su preocupación era en un momento la creación de una mitología; luego el hombre, no simplemente en el universo, sino en la sociedad; y ahora... "vacío interior, la condición primaria, de acuerdo a la estética china, del acto de pintar". Podría sin embargo parecer, en efecto, que Masson sufre más profundamente que ningún pintor vivo de la necesidad de descansar, por ejemplo, de establecer los datos del problema a solucionar, el Problema al fin.

B.-Aunque poco familiarizado con los problemas que él mismo ha establecido en el pasado y los cuales, por el mero hecho de su disolución o por cualquier otra razón, han perdido para él su legitimidad, yo siento su presencia no muy lejos detrás de esas telas, velada en consternación, y las cicatrices de una competencia que debe de ser la más dolorosa para él. Dos viejas enfermedades que sin duda deberían ser consideradas separadamente: la enfermedad de querer saber qué hacer y la enfermedad de querer poder hacerlo.

D:- Pero el propósito declarado de Masson es ahora reducir a la nada estas enfermedades, como vos las llamás. Él aspira a liberarse del servilismo del espacio, que su ojo pueda "juguetear entre los campos desenfocados, tumultuosos de creación incesante". Al mismo tiempo demanda la rehabilitación de lo "vaporoso". Esto puede parecer extraño en alguien que por temperamento encaja más en el fuego que en la languidez. Vos por supuesto vas a responder que eso es lo mismo que antes, el mismo tender hacia el socorro desde la falta. Opaco o transparente, el objeto permanece soberano. ¿Pero cómo es que se puede esperar de Masson que pinte el vacío?

B:- No se espera eso de él. ¿Qué hay de bueno en pasar de una posición insostenible a otra, en buscar justificación siempre en el mismo plano? Aquí hay un artista que parece literalmente sesgado en el feroz dilema de la expresión. Y aun continúa retorciéndose. El vacío del que habla es quizás simplemente la obliteración de una presencia insoportable, insoportable porque ni se la busca ni se la persigue. Si esta angustia de impotencia nunca es dicha como tal, en sus propios méritos y por su propia gloria, aunque quizás ocasionalmente se la admita como un condimento en la explosión que pone en peligro, la razón es sin dudas, entre otras, que parece contener en sí misma la imposibilidad de pronunciarse. Otra vez una actitud exquisitamente lógica. En cualquier caso, es difícil que se confunda con el vacío.

D:- Masson habla mucho de transparencia -"aperturas, circulaciones, comunicaciones, penetraciones desconocidas"- donde él puede juguetear a su antojo, en libertad. Sin renunciar a los objetos, repugnantes o deliciosos, que son nuestro pan, vino y veneno de cada día, él busca romper las particiones de la continuidad del ser, lo cual está ausente de la experiencia ordinaria de la vida. En esto se aproxima a Matisse (no hace falta decir que el del primer período) y a Tal Coat, pero con esta notable diferencia, que Masson tiene que enfrentarse a sus propios dones técnicos, que tienen la riqueza, la precisión, la densidad y el equilibrio de la manera clásica alta. O quizás debiera decir su espíritu, pues se ha mostrado capaz, según la ocasión, de gran variedad técnica.

B:- Lo que decís ciertamente arroja luz en la contradicción dramática de este artista. Permitíme que note su preocupación por las amenidades de su antojo y de la libertad. Las estrellas son indudablemente soberbias, como remarcó Freud leyendo la prueba cosmológica de Kant sobre la existencia de Dios. Con tales preocupaciones me parece imposible que alguna vez haga algo diferente de aquello que los mejores, él incluido, ya han hecho. Es quizás una impertinencia sugerir que quiere hacerlo. Sus extremadamente inteligentes comentarios sobre el espacio respiran la misma posesividad que los cuadernos de Leonardo quien, cuando habla de disfazione sabe que para él ningún fragmento se perderá. Así que perdonáme si vuelvo como cuando hablamos del tan diferente Tal Coat, a caer en mis sueños de un arte que no reniegue de su insuperable indigencia y demasiado orgulloso para la farsa del dar y recibir.

D.- Masson mismo, habiendo remarcado que la perspectiva occidental no es más que una serie de trampas para la captura de objetos, declara que su posesión no le interesa. Él felicita a Bonnard por haber, en sus últimos trabajos, "ido más allá del espacio posesivo en cada forma y figura, más allá de las medidas y los límites, hasta el punto donde toda la posesión se disuelve". Yo concuerdo con que hay un largo reclamo de Bonnard hacia aquella pintura empobrecida, "auténticamente infructuosa, incapaz absolutamente de cualquier imagen", hacia la que vos aspirás y hacia la que también, quién sabe, inconcientemente quizás, Masson tiende. Pero ¿tenemos que deplorar realmente la pintura que admite "las cosas y las criaturas de la primavera, resplandecientes con deseo y afirmación, efímeras sin duda, pero inmortalmente reiterativas" no para beneficiarnos con ellas, no para disfrutarlas, sino para que lo que es tolerable y radiante en el mundo pueda continuar? ¿Vamos realmente a deplorar la pintura que es una recomposición, entre las cosas del tiempo que pasa y se aleja, hacia un tiempo que dura y aumenta?

B:- (Se retira gimoteando)

- III - Bram van Velde

B:- Dispará primero vos, francés.

D:- Hablando de Tal Coat y Masson invocaste un arte de diferente orden, no solamente a partir del de ellos, sino a partir de cualquiera logrado hasta la fecha. ¿Tengo razón al pensar que tenías a van Velde en mente cuando hacías esta distinción general?


B:- Sí. Pienso que él es el primero en aceptar una cierta situación y en consentir un cierto acto.

D:- ¿Sería demasiado pedirte que enunciaras, tan simple como sea posible, la situación y el acto que concebís como propio de él?


B:- La situación es aquella del que está indefenso, del que no puede actuar, en el instante en que no puede pintar, pero que está obligado a pintar. El acto es el de aquél que, indefenso, incapaz de actuar, actúa, en el instante pinta, ya que está obligado a pintar.

D:- ¿Por qué está obligado a pintar?

B:- No sé.

D:- ¿Por qué es impotente para pintar?

B:- Porque no hay nada para pintar y nada con qué pintar.


D:- ¿Y el resultado, vos decís, es el arte de un nuevo orden?

B:- Entre aquellos a los que llamamos grandes artistas, no se me ocurre ninguno cuya preocupación no tuviera que ver de forma predominante con sus posibilidades expresivas, aquellas que son su vehículo, aquellas de la humanidad. La suposición subyaciente a toda pintura es que el dominio del hacedor es el dominio de lo factible. Lo mucho para expresar, lo poco para expresar, la habilidad de expresar mucho, la habilidad de expresar poco, mezclada en la ansiedad común para expresar tanto como sea posible, o tan verdaderamente como sea posible, o tan espléndidamente como sea posible, hasta lo mejor de la habilidad de cada uno . Qué-

D:- Un momento. ¿Estás sugiriendo que la pintura de van Velde es inexpresiva?

B:- ( Quince días más tarde ) Sí.

D:- ¿Te das cuenta del disparate al que llegás?

B:- Espero que sí.

D:- Lo que decís es esto: la forma de expresión conocida como pintura, ya que por oscuras razones estamos obligados a hablar de pintura, ha tenido que esperar que van Velde se deshiciera de la mala interpretación bajo la cual ha trabajado tanto tiempo y tan audazmente, es decir, que su función era expresar, por medio de la pintura.

B:- Otros han sentido que el arte no es necesariamente expresión. Pero los numerosos intentos hechos para pintar con independencia del momento han sólo triunfado en agrandar el repertorio. Yo sugiero que van Velde es el primero cuya pintura es despojada, liberada, si lo preferís, de justificación en cada figura y forma, ideal tanto como material, y la primera cuyas manos no han sido atadas por la seguridad de que la expresión es un acto imposible.

D:- Pero ¿no podría sugerirse, aún por alguien que tolere esta teoría fantástica, que la justificación de su pintura es su contradicción, y que expresa la imposibilidad de expresar?

B:- No podría inventarse un método más ingenioso para devolverlo, sano y salvo, al regazo de San Lucas. Pero seamos por una vez lo suficientemente tontos como para no caer en esto. Todo ha sido devuelto a su lugar sabiamente, antes de la penuria última, de vuelta a la misma miseria donde las virtuosas madres destituídas pueden robar pan duro para sus hambrientos malcriados. Hay más que una diferencia de grado entre ser corto, corto de mundo, corto de uno mismo, y estar sin esas estimadas comodidades. Una es una contradicción, la otra no.

D:- Pero ya has hablado de la contradicción de van Velde.

B:- No debería haber hecho eso.

D:- Vos preferís la visión más pura, en la que aquí, al fin, hay un pintor que no pinta, que no pretende pintar. Vamos, vamos, mi querido amigo, hacé alguna oración coherente y después andáte.

B:- ¿No sería suficiente si yo simplemente me fuera?


D:- No. Vos empezaste. Terminá. Empezá de nuevo y continuá hasta terminar. Entonces andáte. Tratá de tener en mente que el tema en discusión no sos vos mismo, no el Sufist Al-Haqq, sino un holandés en particular de nombre van Velde, hasta ahora erróneamente considerado como un artiste peintre .

B:- ¿Cómo sería si primero te dijera lo que me plazco en imaginar que él es, lo que él hace, y luego que es mucho más que probable que él sea y haga otra cosa completamente distinta? ¿No sería así una cuestión fuera de todas nuestras aflicciones? ¿Él feliz, vos feliz, yo feliz, los tres juntos ilusionándonos con felicidad?

D:- Hacé como vos quieras. Pero terminá.

B:- Hay muchas formas en las que la cosa que estoy tratando en vano de decir, puede tratar en vano de ser dicha. Lo he intentado, como vos sabés, tanto en público como en privado, bajo presión, a través de ambigüedades del corazón, a través de debilidad de la mente, con doscientos o trescientos individuos. La patética antítesis posesión-pobreza fue quizás la más tediosa. Pero empezamos a cansarnos, ¿o no? La comprensión de que el arte ha sido siempre burgués, aunque pueda aplacar nuestro dolor antes que los logros de los progresistas sociales, es finalmente de poco interés. El análisis de la relación entre el artista y su momento, una relación siempre vista como indispensable, no parece haber sido muy productiva tampoco, siendo la razón quizás que se ha perdido el rumbo en disquisiciones sobre la naturaleza del momento. Es obvio que para el artista obsesionado con su vocación expresiva, cualquier cosa y todas las cosas están condenadas a transformarse en su momento, incluyendo, como es aparentemente hasta cierto punto el caso de Masson, la persecución del momento, e incluso las vivencias de la propia esposa de todo hombre que tiene el espiritual Kandinsky. Ninguna pintura está más repleta que la de Mondrian. Pero si el momento aparece como un inestable término de relación, el artista, que es el otro término, es apenas menos que eso, gracias a su manada de modos y actitudes. Las objeciones a esta visión dualista del proceso creativo no son convincentes. Dos cosas están establecidas, aunque precariamente: el alimento, desde frutas en platos a matemáticas bajas y autoconmiseración, y su manera de consumo. Todo lo que debe concernirnos es la aguda y creciente ansiedad de la relación en sí misma, aunque ensombrecida más y más oscuramente por una sensación de invalidez, de inadecuación, de existencia a costa de todo lo que es excluido, de todo lo que se ciega. La historia de la pintura, aquí vamos de nuevo, es la historia de sus intentos por escapar a esta sensación de fracaso, por medio de una más auténtica, más amplia y menos exclusiva relación entre representador y representado, en una suerte de estímulo hacia la luz sobre cuya naturaleza las mejores opiniones continúan variando, y con una suerte de terror Pitagórico, como si la irracionalidad de pi fuera una ofensa contra la deidad, para no mencionar su creación. Mi argumento, ya que estoy en el estrado, es que van Velde es el primero en desistir de este estetizado automatismo, el primero en admitir que ser un artista es fracasar, como nadie se anima a fracasar, que el fracaso es su mundo y la huida de su deserción, arte y técnica, buen mantenimiento del hogar, existencia. No, no, permítanme expirar. Sé que todo lo que se requiere ahora, para llevar aún este horrible asunto a una conclusión aceptable, es hacer de esta sumisión, esta admisión, esta fidelidad al fracaso, un nuevo momento, y del acto del cual, incapaz de actuar, obligado a actuar, él hace, un acto expresivo, aún si sólo de eso mismo, de su imposibilidad, de su obligación. Sé que mi incapacidad para hacer todo esto encaja conmigo, y quizás con algún inocente, en lo que creo que todavía es una situación no envidiable, familiar para los psiquiatras. Porque qué es este plano de color, que no existía antes. No sé qué es, no habiendo nunca visto algo así antes. Parece no tener nada que ver con el arte, en cualquier caso, si mis recuerdos del arte son correctos. ( Se prepara para irse)

D:- ¿No te estás olvidando de nada?

B:- Seguro que ya es suficiente.

D:- Yo entendí que tu número iba a tener dos partes. La primera consistía en decir lo que -er- pensabas. Esto, estoy preparado a creer que lo has hecho. La segunda-

B:- (Recordando, entusiasmado) Sí, sí, yo estoy equivocado, estoy equivocado.

PAUL VALERY - Sobre la Poesía-




Conferencia pronunciada en la Université des Annales el 2 de diciembre de 1927





Publicada en Conferencia, 5, 1928

Recogida en el tomo K de Oeuvres, Conférences, 1939

Venimos hoy a hablarles de la poesía. El tema está de moda. Es admirable que en una época que sabe ser a un tiempo práctica y disipada, y que podríamos creer bastante distanciada de las cosas especulativas, se dedique tanto interés no sólo a la poesía misma sino también a la teoría poética.

Por lo tanto hoy voy a permitirme ser un poco abstracto; pero, de ese modo, me será posible ser breve. Les propondré una determinada idea de la poesía, con la firme intención de no decir nada que no sea pura constatación y que todo el mundo no pueda observar en sí o por sí mismo o, al menos, hallar con un razonamiento fácil.

Comenzaré por el comienzo. El comienzo de esta exposición de ideas sobre la poesía consistirá necesariamente en la consideración de ese nombre, tal y como se emplea en el discurso habitual. Sabemos que esa palabra tiene dos sentidos, es decir, dos funciones bien distintas. Designa en primer lugar un cierto género de emociones, un estado emotivo particular, que puede ser provocado por objetos o circunstancias muy diferentes. Decimos de un paisaje que es poético, lo decimos de una circunstancia de la vida, lo decimos a veces de una persona.

Pero existe una segunda acepción de ese término, un segundo sentido más estricto. Poesía, en ese sentido, nos hace pensar en un arte, en una extraña industria cuyo objeto es reconstituir esa emoción que designa el primer sentido de la palabra. Restituir la emoción poética a voluntad, fuera de las condiciones naturales en las que se produce espontáneamente y mediante los artificios del lenguaje, tal es el propósito del poeta, y tal es la idea unida al nombre de poesía, tomada en el segundo sentido.

Entre esas dos nociones existen las mismas relaciones y las mismas diferencias que las que se encuentran entre el perfume de una flor y la operación del químico que se aplica para reconstruirlo por completo.


Sin embargo, se confunden a cada instante las dos ideas, y de ello se deduce que un gran número de juicios, de teorías e incluso de obras están viciadas en su principio por el empleo de una sola palabra para dos cosas muy diferentes, aunque relacionadas.

Hablemos primero de la emoción poética, del estado emocional esencial.

Ustedes saben lo que la mayoría de los hombres sienten con mayor o menor fuerza y pureza ante un espectáculo natural que les impone. Las puestas de sol, los claros de luna, los bosques y el mar nos conmueven. Los grandes acontecimientos, los puntos críticos de la vida afectiva, los males del amor y la evocación de la muerte son otras tantas ocasiones o causas inmediatas de resonancias íntimas más o menos intensas y más o menos conscientes.

Esa clase de emociones se distingue de todas las demás emociones humanas. ¿Cómo se distingue? Es lo que a nuestro actual propósito le interesa buscar. Es importante oponer tan claramente como sea posible la emoción poética a la emoción ordinaria. La separación es bastante delicada de realizar, pues nunca se ha cumplido en los hechos. Siempre encontramos mezclados con la emoción poética esencial la ternura o la tristeza, el furor, el temor o la esperanza; y los intereses y los efectos particulares del individuo no dejan de combinarse con esta sensación de universo, que es característica de la poesía.

He dicho: sensación de universo. He querido decir que el estado o emoción poética me parece que consiste en una percepción naciente, en una tendencia a percibir un mundo, o sistema completo de relaciones, en el cual los seres, las cosas, los acontecimientos y los actos, si bien se parecen, todos a todos, a aquellos que pueblan y componen el mundo sensible, el mundo inmediato del que son tomados, están, por otra parte, en una relación indefinible, pero maravillosamente justa, con los modos y las leyes de nuestra sensibilidad general. Entonces esos objetos yesos seres conocidos cambian en alguna medida de valor. Se llaman unos a otros, se asocian de muy distinta manera que en las condiciones ordinarias. Se encuentran -permítanme esta expresión musicalizados, convertidos en conmensurables, resonantes el uno por el otro. Así definido, el universo poético presenta grandes analogías con el universo de los sueños.

Ya que la palabra sueños se ha introducido en mi discurso, diré de paso que en los tiempos modernos, a partir del Romanticismo, se ha producido una confusiónbastante explicable, aunque bastante lamentable, entre la noción de poesía y la de sueño. Ni el sueño ni la ensoñación son necesariamente poéticos. Pueden sedo; pero las figuras formadas al azar sólo por azar son figuras armónicas.


No obstante, el sueño nos hace comprender mediante una experiencia común y frecuente, que nuestra consciencia puede ser invadida, henchida, constituida por un conjunto de producciones notablemente diferente de las reacciones y de las percepciones ordinarias del espíritu. Nos aporta el ejemplo familiar de un mundo cerrado en el que todas las cosas reales pueden estar representadas, pero en el que todas las cosas aparecen y se modifican únicamente por las variaciones de nuestra sensibilidad profunda. Es aproximadamente así como el estado poético se instala, se desarrolla y se disgrega en nosotros. Lo que equivale a decir que es perfectamente irregular, inconstante, involuntario y frágil, y que lo perdemos lo mismo que lo obtenemos, por accidente. Hay períodos de nuestra vida en los que esta emoción y esas formaciones tan preciosas no se manifiestan. Ni siquiera pensamos que sean posible. El azar nos las da, el azar nos las retira.

Pero el hombre solamente es hombre por la voluntad que tiene de restablecer lo que le interesa sustraer a la disipación natural de las cosas. Así el hombre ha hecho por esta emoción superior lo que ha hecho o ha intentado hacer por todas las cosas perecederas o dignas de añoranza. Ha buscado, ha encontrado medios para fijar y resucitar a voluntad los estados más bellos y más puros de sí mismo, para reproducir, transmitir y guardar durante siglos las fórmulas de su entusiasmo, de su éxtasis, de su vibración personal; y, por una afortunada y admirable consecuencia, la invención de esos procedimientos de conservación le ha dado al mismo tiempo la idea y el poder de desarrollar y enriquecer artificialmente los fragmentos de vida poética de los que su naturaleza le hace por instantes el don. Ha aprendido a extraer del transcurso del tiempo, a separar de las circunstancias, esas formaciones, esas maravillosas percepciones fortuitas que se habrían perdido sin retorno si el ser ingenioso y sagaz no hubiera acudido a ayudar al ser instantáneo, a prestar el socorro de sus invenciones al yo puramente sensible. Todas las artes han sido creadas para perpetuar, cambiar, cada una según su esencia, un momento de efímera delicia en la certidumbre de una infinidad de instantes deliciosos. Una obra no es otra cosa que el instrumento de esta multiplicación o regeneración posible. Música, pintura y arquitectura son los diversos modos correspondientes a la diversidad de los sentidos. Ahora bien, entre esos medios de producir o de reproducir un mundo poético, de organizado para la duración y de amplificado mediante el trabajo reflexivo, el más antiguo, quizá, el más inmediato, y sin embargo el más complejo, es el lenguaje. Pero el lenguaje, debido a su naturaleza abstracta, a sus efectos más especialmente intelectuales -es decir, indirectos-, y a sus orígenes o a sus funciones prácticas, propone al artista que se ocupa de consagrado y ordenado para la poesía, una tarea curiosamente complicada. Nunca hubiera habido poetas si se hubiera tenido conciencia de los problemas a resolver. (Nadie podría aprender a andar si para andar hubiera que representarse y poseer en el estado de ideas claras todos los elementos del menor paso).

Pero no estamos aquí para hacer versos. Tratamos por el contrario de considerar los versos como imposibles de hacer, para admirar más lúcidamente los esfuerzos de los poetas, concebir su temeridad y sus fatigas, sus riesgos y sus virtudes, maravillamos de su instinto.

Voy a intentar en pocas palabras darles una idea de esas dificultades.

Lo he dicho anteriormente: el lenguaje es un instrumento, una herramienta, o mejor una colección de herramientas y de operaciones formada por la práctica y sojuzgada a ella. Es por lo tanto un medio necesariamente burdo, que cada cual utiliza, acomoda a sus necesidades actuales, deforma de acuerdo con las circunstancias, ajusta a su persona fisiológica y a su historia psicológica.

Ustedes saben a qué pruebas lo sometemos a veces. Los valores, los sentidos de las palabras, las reglas de sus acordes, su emisión, su trascripción son para nosotros juguetes e instrumentos de tortura a un tiempo. Sin duda tenemos en alguna consideración las decisiones de la Academia; y sin duda, el cuerpo docente, los exámenes, principalmente la vanidad, oponen algunos obstáculos al ejercicio de la fantasía individual. En los tiempos modernos, además, la tipografía interviene muy poderosamente en la conservación de esas convenciones de la escritura. De ese modo, se retrasan en cierta medida las alteraciones de origen personal; pero las cualidades del lenguaje más importantes para el poeta, que evidentemente son sus propiedades o posibilidades musicales, por una parte, y sus valores significativos ilimitados (los que dirigen la propagación de las ideas derivadas de una idea), por la otra; son también las menos protegidas del capricho, las iniciativas, las acciones y las disposiciones de los individuos. La pronunciación de cada uno y su «experiencia» psicológica particular introducen en la transmisión mediante el lenguaje, una incertidumbre, posibilidades de error, y un imprevisto, del todo inevitables. Observen bien estos dos puntos: al margen de su aplicación a las necesidades más simples y comunes de la vida, el lenguaje es todo lo contrario de un instrumento de precisión. Y al margen de ciertas coincidencias rarísimas, de determinados aciertos de expresión y de forma sensibles, combinadas, no es para nada un medio poético.

En resumen, el destino amargo y paradójico del poeta le impone utilizar una fabricación del uso corriente y de la práctica para fines excepcionales y no prácticos; tiene que tomar medios de origen estadístico y anónimo para cumplir su propósito de exaltar y de expresar su persona en aquello que tiene de más puro y singular.

Nada hace captar mejor toda la dificultad de su tarea que comparar sus elementos iniciales con aquellos de los que dispone el músico. Observen lo que se le ofrece a uno y a otro en el momento en que van a poner manos a la obra y a pasar de la intención a la ejecución.

¡Afortunado el músico! La evolución de su arte le ha proporcionado una condición sumamente privilegiada. Sus medios están bien definidos, la materia de su composición está completamente elaborada ante él. Podemos compararle a la abeja cuando sólo tiene que inquietarse por su miel. Las secciones regulares y los alveolo s de cera ya están hechos. Su tarea es medida y se limita a lo mejor de sí misma. Lo mismo le sucede al compositor. Se puede decir que la música preexiste y le espera. ¡Hace mucho tiempo que está constituida!

¿Cómo tuvo lugar esta institución de la música? Vivimos gracias al oído en el universo de los ruidos. De su conjunto se separa el conjunto de ruidos particularmente simples, es decir, reconocible s por el oído y que le sirven de referencia: son los elementos cuyas relaciones recíprocas son intuitivas; percibimos esas relaciones exactas y extraordinarias tan nítidamente como sus propios elementos. El intervalo entre dos notas nos resulta tan sensible como una nota.

De ese modo, esas unidades sonoras, esos sonidos, son aptos para formar combinaciones continuas, sistemas sucesivos o simultáneos cuya estructura, encadenamientos, implicaciones y entrecruzamientos se nos presentan y se imponen. Distinguimos claramente el sonido del ruido, y percibimos un contraste entre ellos, impresión de gran consecuencia pues ese contraste es el de lo puro y de lo impuro, que se reduce al del orden y el desorden, que está a su vez sujeto, sin duda, a los efectos de ciertas leyes energéticas. Pero no vamos tan lejos.

Así, este análisis de los ruidos, ese discernimiento que ha permitido la constitución de la música como actividad separada y explotación del universo de los sonidos, se ha realizado, o al menos controlado, unificado, codificado, gracias a la intervención de la ciencia física, que se ha descubierto a sí mismo en esta ocasión y se ha reconocido como ciencia de las medidas, y que ha sabido, desde la Antigüedad, adaptar la medida a la sensación sonora de manera constante e idéntica, por medio de instrumentos que son, en realidad, instrumentos de medida.

Por lo tanto el músico se encuentra en posesión de un conjunto perfecto de medios bien definidos, que hacen corresponder exactamente sensaciones con actos; todos los elementos de su juego están presentes, enumerados y clasificados, y este conocimiento concreto de sus medios, de los que no sólo está informado sino penetrado e íntimamente armado, le permite prever y construir sin preocupación- alguna respecto a la materia y la mecánica general de su arte.

De ello se deduce que la música posee un dominio propio, absolutamente suyo. El mundo del arte musical, mundo de los sonidos, está bien separado del mundo de los ruidos.

Es tanto que un ruido se limita a evocar en nosotros un acontecimiento aislado cualquiera, un sonido que se produce evoca por sí solo todo el universo musical. En esta sala en la que hablo, en la que ustedes perciben el ruido de mi voz y diversos incidentes auditivos, si de golpe se dejara oír una nota, si se pusiera a vibrar un diapasón o un instrumento bien afinado, apenas afectados por ese ruido excepcional, que no puede confundirse con los otros, tendrían de inmediato la sensación de un comienzo. En el acto se crearía una atmósfera completamente distinta, se impondría un estado particular de espera, se anunciaría un orden nuevo, un mundo, y su atención se organizaría para acogerlo. Más aún, tendería de alguna forma a desarrollar por sí misma esas premisas, y a engendrar sensaciones ulteriores de la misma clase, de la misma pureza que la sensación recibida.

Y la contraprueba existe.


Si en una sala de conciertos, mientras resuena y domina la sinfonía, cae una silla, tose una persona, o se cierra una puerta, de inmediato tenemos la impresión de una ruptura. Se ha roto o quebrado algo indefinible, una especie de hechizo o de cristal.


Ahora bien, esa atmósfera, ese hechizo poderoso y frágil, ese universo de los sonidos, se le ofrece a cualquier compositor por la naturaleza de su arte y por las adquisiciones inmediatas de ese arte.

Muy distinta, infinitamente menos afortunada, es la dotación del poeta. Al perseguir un objeto que no difiere excesivamente del del músico, se ve privado de las inmensas ventajas que acabo de indicarles. Ha de crear y recrear a cada instante lo que el otro encuentra hecho y preparado.

¡En qué estado desfavorable o desordenado encuentra las cosas el poeta! Tiene ante sí ese lenguaje ordinario, ese conjunto de medios tan burdos que todo conocimiento que se precisa lo rechaza para crearse sus instrumentos de pensamiento; ha de tomar prestada esa colección de términos y reglas tradicionales e irracionales, modificadas por cualquiera, caprichosamente introducidas, caprichosamente interpretadas, caprichosamente codificadas. Nada menos adecuado a los propósitos del artista que ese desorden esencial del que debe extraer a cada instante los elementos del orden que desea producir. Para el poeta no ha habido físico que haya determinado las propiedades constantes de esos elementos de su arte, sus relaciones, sus condiciones de emisión idéntica. Ni diapasones, ni metrónomo s, ni constructores de gamas, ni teóricos de la armonía. Ninguna certidumbre, de no ser la de las fluctuaciones fonéticas y significativas del lenguaje. Ese lenguaje, además, no actúa como el sonido sobre un sentido único, sobre el oído, que es el sentido por excelencia de la espera y de la atención. Constituye, por el contrario, una mezcla de excitaciones sensoriales y físicas perfectamente incoherentes. Cada palabra es una reunión instantánea de efectos sin relación entre si. Cada palabra reúne un sonido y un sentido. Me equivoco: es a la vez varios sonidos y varios sentidos. Varios sonidos, tantos sonidos como provincias hay en Francia y casi hombres en cada provincia. Es esta una circunstancia muy grave para los poetas, en quienes los efectos musicales que habían previsto quedan corrompidos o desfigurados por el acto de sus lectores. Varios sentidos, pues las imágenes que nos ,sugiere cada palabra generalmente son bastante diferentes y sus imágenes secundarias infinitamente diferentes.

La palabra es cosa compleja, es combinación de propiedades a un tiempo vinculadas en el hecho e independientes por su naturaleza y su función. Un discurso puede ser lógico y cargado de sentido, pero sin ritmo y sin compás alguno; puede ser agradable al oído y perfectamente absurdo o insignificante; puede ser claro y vano, vago y delicioso... Pero basta, para hacer imaginar su extraña multiplicidad, con nombrar todas las ciencias creadas para ocuparse de esta diversidad y explotar cada uno de sus elementos. Puede estudiarse un texto de muchas maneras independientes, pues es sucesivamente justiciable por la fonética, por la semántica, por la sintaxis, por la lógica y por la retórica, sin omitir la métrica, ni la etimología.


He ahí al poeta enfrentado con esa materia moviente y demasiado impura; obligado a especular por turno sobre el sonido y sobre el sentido, a satisfacer no sólo a la armonía, al período musical, sino también a condiciones intelectuales variadas: lógica, gramática, sujeto del poema, figuras y ornamentos de todos los órdenes, sin contar con las reglas convencionales. Observen el esfuerzo que supone la empresa de llevar a buen fin un discurso en el que tantas exigencias han de satisfacerse milagrosamente al mismo tiempo.

Aquí comienzan las inciertas y minuciosas operaciones del arte literario. Pero este arte nos ofrece dos aspectos, hay dos grandes modos que, en su estado extremo, se oponen, pero que, sin embargo, se reúnen y encadenan por una multitud de grados intermedios. Existe la prosa y existe el verso. Entre ellos, todos los tipos de su [146] mezcla; pero hoy los consideraré en sus estados extremos. Podría ilustrarse esta oposición de los extremos exagerando un poco: decirse que el lenguaje tiene por límites la música, por un lado, el álgebra, por el otro.

Recurriré a una comparación que me es familiar para que sea más fácil captar lo que tengo que decir sobre este tema. Hablando un día de todo esto en una ciudad extranjera, y habiéndome servido de esta misma comparación, uno de mis oyentes me hizo una cita notable que me descubrió que la idea no era nueva. No lo era al menos nada más que para mí.

Esta es la cita. Se trata de un extracto de una carta de Racan a Chapelain, en la que Racan nos cuenta que Malherbe asimilaba la prosa a la marcha, la poesía a la danza, como voy a hacerlo yo enseguida:

«Den, dice Racan, el nombre que gusten a mi prosa, el de galante, ingenua o festiva. Estoy decidido a mantenerme en los preceptos de mi primer maestro Malherbe y no buscar nunca ni número, ni cadencia a mis períodos, ni otro ornamento que la nitidez que puede expresar mis pensamientos. Ese buen hombre (Malherbe) comparaba la prosa al andar ordinario y la poesía a la danza, y decía que debemos tolerar alguna negligencia a las cosas que nos vemos obligados a hacer pero que es ser ridículo el ser mediocres en las que hacemos por vanidad. Los cojos y los gotosos no pueden dejar de andar, pero nada les obliga a bailar el vals o los cinco pasos».

La comparación que Racan adjudica a Maleherbe, y que yo por mi parte había advertido fácilmente, es inmediata. Les demostraré que es fecunda. Se desarrolla muy lejos con una curiosa precisión. Es quizá algo más que una similitud de apariencias.

La marcha lo mismo que la prosa tiene siempre un objeto concreto. Es un acto dirigido hacia un objeto y nuestra finalidad es alcanzado. Las circunstancias actuales, la naturaleza del objeto, la necesidad que tengo, el impulso de mi deseo, el estado de mi cuerpo, el del terreno, son los que imponen el paso a la marcha, le prescriben su dirección, su velocidad y su término. Todas las propiedades de la marcha se deducen de esas condiciones instantáneas que se combinan singularmente en cada ocasión, de tal manera que no hay dos desplazamientos de esta clase que sean idénticos, que hay cada vez creación especial, pero, cada vez, es abolida y como absorbida en el acto realizado.

La danza es algo muy distinto. Es, sin duda, un sistema de actos, pero que tienen un fin en sí mismos. No va a ninguna parte. Si persigue alguna cosa, no es más que un objeto ideal, un estado, una voluptuosidad, un fantasma de flor, o algún encantamiento de sí misma, un extremo de vida, una cima, un punto supremo del ser... Pero por diferente que sea del movimiento utilitario, tomen nota de esta advertencia esencial aunque infinitamente simple, que usa los mismos miembros, los mismos órganos, huesos, músculos y nervios que la marcha misma.

Exactamente lo mismo sucede con la poesía que usa las mismas palabras, las mismas formas y los mismos timbres que la prosa.

Por consiguiente la poesía y la prosa se distinguen por la diferencia de ciertas leyes o convenciones momentáneas de movimiento y de funcionamiento aplicadas a elementos y a mecanismos idénticos. Razón por la cual hay que evitar razonar sobre la poesía como se hace con la prosa. Lo que es verdad de una deja de tener sentido, en muchos casos, si se quiere encontrar en la otra. Y es por lo que (por elegir un ejemplo), es fácil justificar inmediatamente el uso de las inversiones; pues esas alteraciones del orden acostumbrado y, en cierto modo, elemental de las palabras en francés, fueron criticadas en diversas épocas, a mi entender muy ligeramente, por motivos que se reducen a esta fórmula inaceptable: la poesía es prosa.

Llevemos un poco más lejos nuestra comparación, que soporta ser profundizada. Un hombre anda. Se mueve de un lugar a otro, conforme a un camino que es siempre un camino de mínima acción. Observemos que la poesía sería imposible si estuviera sujeta al régimen de la línea recta. Nos enseñan: ¡digan que llueve si quieren decir que llueve! Pero el objeto de un poeta no es nunca ni puede serlo el enseñamos que llueve. No es necesario un poeta para persuadimos de coger nuestro paraguas. Observen en qué se convierte Ronsard, en qué se convierte Hugo, en qué se convierten la rima, las imágenes, las consonancias, los versos más hermosos del mundo, si someten la poesía al sistema ¡Digan que llueve! Solamente por una burda confusión de los géneros y de los momentos se le pueden reprochar al poeta sus expresiones indirectas y sus formas complejas. No vemos que la poesía implica una decisión de cambiar la función del lenguaje.

Vuelvo al hombre que anda. Cuando ese hombre ha realizado su movimiento, cuando ha alcanzado el lugar, el libro, el fruto, el objeto que deseaba, la posesión anula de inmediato todo su acto, el efecto devora la causa, el fin absorbe el medio, y cualesquiera que hayan sido las modalidades de su acto y de su paso, sólo queda el resultado. Los cojos, los gotosos de los que hablaba Malherbe, una vez que han alcanzado penosamente la butaca a la que se dirigían, no están menos sentados que el hombre más alerta que hubiera llegado a ese asiento con un paso vivo y ligero. Lo mismo sucede con el uso de la prosa. El lenguaje del que me acabo de servir, que expresa mi propósito, mi deseo, mi mandato, mi opinión, mi pregunta o mi respuesta, ese lenguaje que ha cumplido su función, se desvanece apenas llega. Lo he emitido para que perezca, para que irrevocablemente se transforme en ustedes, y sabré que fui comprendido por el hecho relevante de que mi discurso ha dejado de existir. Es reemplazado enteramente y definitivamente por su sentido, o al menos por un cierto sentido, es decir, por imágenes, impulsos, reacciones o actos de la persona a quien se habla; en suma, por una modificación o reorganización interior de ésta. Pero quien no ha comprendido, conserva y repite las palabras. El experimento es fácil...

Verán que la perfección de ese discurso, cuyo único destino es la comprensión, consiste en la facilidad con la que se transforma en algo muy distinto, en no lenguaje. Si han comprendido mis palabras, mis mismas palabras ya no les sirven de nada, han desaparecido de sus mentes, mientras que poseen su contrapartida, ustedes poseen bajo forma de ideas y de relaciones, con qué restituir el significado de esas palabras, bajo una forma que puede ser muy diferente.

Dicho de otro modo, en los empleos prácticos o abstractos del lenguaje que es específicamente prosa, la forma no se conserva, no sobrevive a la comprensión, se disuelve en la claridad, ha actuado, ha hecho comprender, ha vivido.

Pero, por el contrario, el poema no muere por haber servido; está expresamente hecho para renacer de sus cenizas y volver a ser indefinidamente lo que acaba de ser.

En este sentido la poesía se reconoce por este efecto notable por el que podríamos definirla: que tiende a reproducirse en su forma, que provoca a nuestras mentes para reconstituirla tal cual. Si me permitiera una palabra sacada de la tecnología industrial, diría que la forma poética se recupera automáticamente.

Esta es una propiedad admirable y característica entre todas. Me gustaría ofrecerles una imagen simple. Imaginen un péndulo que oscila entre dos puntos simétricos. Asocien a uno de esos puntos la idea de la forma poética, de la potencia del ritmo, de la sonoridad de las sílabas, de la acción física de la declamación, de las sorpresas psicológicas elementales que les producen las aproximaciones insólitas de las palabras. Asocien al otro punto, al punto conjugado del primero, el efecto intelectual, las visiones y los sentimientos que para ustedes constituyen el «fondo», el «sentido» del poema en cuestión, y observen entonces que el movimiento de su alma, o de su atención, cuando está sometida a la poesía, completamente sumisa y dócil a los impulsos sucesivos del lenguaje de los dioses, va del sonido hacia el sentido, del continente hacia el contenido, ocurriendo todo primero como en la costumbre habitual de hablar; pero a continuación, a cada .verso, sucede que el péndulo viviente es llevado a su punto de partida verbal y musical. El sentido que se propone encuentra como única salida, como única forma, la forma misma de la que procedía. De este modo, se dibuja una oscilación, una simetría, una igualdad de valor y de poderes entre la forma y el fondo, entre el sonido y el sentido, entre el poema y el estado de poesía.


Este intercambio armónico entre la impresión y la expresión es a mi modo de ver el principio esencial de la mecánica poética, es decir, de la producción del estado poético mediante la palabra. El poeta hace profesión de encontrar por suerte y de buscar por industria esas formas singulares del lenguaje cuya práctica he intentado analizarles.

La poesía así entendida es radicalmente distinta a cualquier prosa: en particular, se opone nítidamente a la descripción y a la narración de acontecimientos que tienden a producir la ilusión de la realidad, es decir, a la novela y al cuento cuando su objeto es dar verosimilitud a los relatos, retratos, escenas y otras representaciones de la vida real. Diferencia que tiene incluso marcas físicas fácilmente observables. Consideren las actitudes comparadas del lector de novelas y del lector dé poemas. Puede ser el mismo hombre, pero difiere excesivamente de sí mismo cuando lee una u otra obra. Observen al lector de novela cuando se sumerge en la vida imaginaria que le provoca su lectura. Su cuerpo deja de existir. Se sostiene la frente con las dos manos. Únicamente es, se mueve, actúa y padece con el espíritu. Está absorbido por lo que devora; no puede contenerse pues una especie de demonio le presiona para avanzar. Quiere la continuación, y el fin, es presa de una especie de alienación: toma partido, triunfa, se entristece, ya no es él mismo, ya no es más que un cerebro separado de sus fuerzas exteriores, es decir, librado a sus imágenes, atravesando una especie de crisis de credulidad.

Muy distinto es el lector de poemas.

Si la poesía actúa verdaderamente sobre alguien no es dividiéndolo en su naturaleza, comunicándole las ilusiones de una vida de ficción y puramente mental. N o le impone una falsa realidad que exige la docilidad del alma y la abstención del cuerpo. La poesía debe extenderse a todo el ser; excita su organización muscular con los ritmos, libera o desencadena sus facultades verbales de las que exalta el juego total, le ordena en profundidad, pues trata de provocar o reproducir la unidad y la armonía de la persona viviente, unidad extraordinaria, que se manifiesta cuando el hombre es poseído por un sentimiento intenso que no deja de lado ninguna de sus potencias.


En suma, entre la acción del poema y la del relato ordinario la diferencia es de orden psicológico. El poema se despliega en un campo más rico de nuestras funciones de movimiento, exige de nosotros una participación que está más próxima a la acción completa, en tanto que el cuento y la novela nos transforman más bien en sujetos del sueño y de nuestra facultad para ser alucinados.

Pero repito que existen grados, innumerables formas de paso entre esos términos extremos de la expresión literaria.

Tras intentar definir el dominio de la poesía, debería ahora tratar de considerar la operación misma del poeta, los problemas de la factura y de la composición. Pero sería entrar en una vía muy espinosa. Encontramos tormentos infinitos, disputas que no pueden tener fin, adversidades, enigmas, preocupaciones e incluso desesperaciones que convierten el oficio del poeta en uno de los más inseguros y de los más cansados que existen. El propio Malherbe al que ya he citado, decía que después de acabar un buen soneto el autor tiene derecho a tomarse diez años de descanso. Admitía con ello que esas palabras: un soneto acabado significan algo... En cuanto a mí, yo no las entiendo... Las traduzco por soneto abandonado.

Tratemos superficialmente esta difícil cuestión:

Hacer versos...

Pero todos ustedes saben que hay un medio sumamente simple de hacer versos.


Basta con estar inspirado y las cosas van por sí solas. Me gustaría que fuera así. La vida sería soportable. Aceptemos, no obstante, esta ingenua respuesta, pero examinemos las consecuencias.

Aquel que se contenta tiene que admitir o bien que la producción poética es un puro efecto del azar o bien que procede de una especie de comunicación sobrenatural; una y otra hipótesis reducen al poeta a un papel miserablemente pasivo. Hacen de él o una especie de urna en la que se agitan millones de bolas o una tabla parlante en la que se aloja un espíritu. Tabla o cubeta, en resumen, pero no un dios; lo contrario de un dios; lo contrario de un Yo.

Y el infortunado autor, que ya no es autor, sino signatario, y responsable como un gerente de periódico, se ve obligado a decirse:

«En tus obras, querido poeta, lo que es bueno no es tuyo, lo que es malo te pertenece sin ningún género de duda.»

Resulta extraño que más de un poeta se haya contentado -si es queno se ha enorgullecido- con no ser más que un instrumento, un momentáneo medium.

Ahora bien, la experiencia lo mismo que la reflexión nos demuestran, por el contrario, que los poemas cuya compleja perfección y afortunado desarrollo impondrían con mayor fuerza a sus maravillados lectores la idea de milagro, del golpe de suerte, de realización sobrehumana (debido a una conjunción extraordinaria de las virtudes que se pueden desear pero no esperar encontrar reunidas en una obra), son también obras maestras de trabajo, son, además, monumentos de inteligencia y de trabajo continuado, productos de la voluntad y del análisis, que exigen cualidades demasiado múltiples para poder reducir se a las de un aparato registrador de entusiasmos o de éxtasis. Ante un bello poema de alguna longitud percibimos que hay ínfimas posibilidades de que un hombre haya podido improvisar de una vez, sin otro cansancio que el de escribir o emitir lo que le viene a la mente, un discurso singularmente seguro de sí, provisto de continuos recursos, de una armonía constante y de ideas siempre acertadas, un discurso que no cesa de encantar, en el que no se encuentran accidentes, señales de debilidad y de impotencia, en el que faltan esos molestos incidentes que rompen el encantamiento y arruinan el verso poético del que les hablaba anteriormente.

No es que no haga falta, para hacer un poeta, algo más, alguna virtud que no se descompone, que no se analiza en actos definibles y en horas de trabajo. El Pegaso-Vapor, el Pegaso-Hora todavía no son unidades legales de potencia poética.


Hay una cualidad especial, una especie de energía individual propia del poeta. Aparece en él y se le revela a sí mismo en ciertos instantes de infinito valor.

Pero no son más que instantes, y esta energía superior (es decir, es tal que todas las otras energías del hombre no la pueden componer y reemplazar), no existe o no puede actuar más que mediante manifestaciones breves y fortuitas.

Es preciso añadir -esto es bastante importante- que los tesoros que ilumina a los ojos de nuestra mente, las ideas o las formas que nos produce a nosotros mismos están bien lejos de tener igual valor para las miradas extrañas.

Esos momentos -de un valor infinito, esos instantes que dan una especie de dignidad universal a las relaciones y a las intuiciones que engendran, son no menos fecundos en valores ilusorios o incomunicables. Lo que vale solo para nosotros no vale nada. Es la ley de la Literatura. Esos estados sublimes son en realidad ausencias en las que se encuentran maravillas naturales que solamente se hallan allí, pero tales maravillas son siempre impuras, quiero decir mezcladas con cosas viles o vanas, insignificantes o incapaces de resistir la luz exterior, o si no imposibles de retener, de conservar. En el resplandor de la exaltaci6n no es oro todo lo que reluce.

En suma, ciertos instantes nos descubren profundidades en las que reside lo mejor de nosotros mismos, pero en parcelas introducidas en una materia informe, en fragmentos de figura rara o burda. Hay pues que separar esos elementos de metal noble de la masa y preocuparse por fundirlos juntos y dar forma a alguna Joya.

Si nos entretuviéramos en desarrollar con rigor la doctrina de la inspiraci6n pura, deduciríamos consecuencias bien extrañas. Por ejemplo, encontraríamos necesariamente que ese poeta que se limita a transmitir lo que recibe, a entregar a desconocidos lo que retiene de lo desconocido, no tiene ninguna necesidad de comprender lo que escribe bajo el misterioso dictado.

No actúa sobre ese poema del que él no es la fuente. Puede ser completamente ajeno a lo que fluye a través suyo. Esta consecuencia inevitable me hace pensar en lo que, antaño, era creencia general sobre el tema de la posesión diabólica. Leemos en los documentos de otro tiempo que relatan los interrogatorios n materia de brujería, que con frecuencia se convenci6 a personas de estar habitadas por el demonio, y se las condenó sobre esa base por, siendo ignorantes e incultas, haber discutido, argumentado y blasfemado durante sus crisis en griego, en latín e incluso en hebreo ante los horrorizados inquisidores (no era latín sin lágrimas, pienso).

¿Es eso lo que se le exige al poeta? Sin duda, una emoción caracterizada por la potencia expresiva espontánea que desencadena es la esencia de la poesía. Pero la tarea del poeta no puede consistir en contentarse con experimentada. Esas expresiones, salidas de la emoción, sólo son puras accidentalmente, llevan consigo muchas escorias, contienen cantidad de defectos cuyo efecto sería obstaculizar el desarrollo poético e interrumpir la resonancia prolongada que finalmente se trata de provocar en un alma extraña. Pues el deseo del poeta, si el poeta apunta a lo más elevado de su arte, no puede ser otro que introducir algún alma extraña en la divina duración de su vida armónica, durante la cual se componen y se miden todas las formas y durante la cual se intercambian las respuestas de todas sus potencias sensitivas y rítmicas.

Pero es al lector a quien corresponde y a quien está destinada la inspiración, lo mismo que corresponde al poeta hacer pensar, hacer creer, hacer lo necesario para que solamente podamos atribuir a los dioses una obra demasiado perfecta o demasiado conmovedora para salir de las inseguras manos de un hombre. Precisamente el objeto mismo del arte y el principio de sus artificios es comunicar la impresión de un estado ideal en el que el hombre que lo lograra sería capaz de producir espontáneamente, sin esfuerzo, sin debilidad, una expresión magnífica y maravillosamente ordenada de su naturaleza y de nuestros destinos

BIOGRAFÍA

Poeta y hombre de letras francés cuya obra presenta un conflicto entre la contemplación y la acción que debe resolverse artísticamente para captar el sentido de la vida. Valéry está considerado como uno de los más grandes escritores filosóficos modernos en verso y prosa. Valéry nació en Sète y estudió en la Universidad de Montpellier. En 1892 se trasladó a París y se adhirió al círculo literario del poeta simbolista Stéphane Mallarmé. Los primeros poemas de Valéry, escritos entre 1889 y 1898 y recopilados en Album de versos antiguos (1921), están muy influidos por los simbolistas. Las dos primeras obras en prosa de Valéry se ocupan del dominio de las técnicas intelectuales. En Introducción al método de Leonardo da Vinci (1895), Valéry analiza el método creativo de uno de los grandes genios universales. La obra de ficción El señor Teste (1895), es decir, el 'Señor Cabeza', analiza los procesos introspectivos de su protagonista, un hombre dotado de una mente prodigiosa. Valéry trabajó como funcionario (1897-1900) y también colaboró con una agencia de información (1900-1922). Durante esa época continuó sus estudios de matemáticas. Sumamente perfeccionista, se negó a publicar su poesía hasta 1917, fecha en que apareció el poema alegórico La joven parca. Su obra refleja una visión del mundo entendido como una combinación de las fuerzas de la vida y las esencias absolutas. En obras posteriores, como El cementerio marino (1920) y muchos de los poemas de Cármenes (1923), realiza un extraño análisis de la conciencia que el ser humano tiene de sí mismo en un estilo rigurosamente clásico, combinado con descripciones sensuales y naturales y técnicas musicales. Los últimos escritos en prosa de Valéry son estudios filosóficos y meditaciones. En Eupalinos o el arquitecto (1923), desarrolla una teoría de la arquitectura como la forma artística más afín a la música. En Miradas al mundo actual (1933) Valéry ahonda en las bases ideológicas de la política moderna. En 1925 ingresó en la Academia Francesa y a partir de 1937 dio clases de política en el Colegio de Francia. Otras obras dignas de mención son El alma y la danza (1924), Variedad I-V (1924-1944) y La idea fija (1932). Para Valéry la poesía era la más hermosa de las técnicas creativas. En sus versos articulaba ideas abstractas mediante imágenes simbólicas y ritmos sutiles. Los temas de su obra son a menudo antitéticos, las emociones frente al intelecto, el universo y el hombre, el ser y el no ser, o la naturaleza del genio y el proceso creativo. En sus escritos en prosa analiza el arte, la cultura, la política y las capacidades de la mente humana en un estilo aforístico. La condensación de su pensamiento, unido al denso simbolismo y las abundantes alusiones, hacen que el significado de la obra de Valéry resulte a veces oscuro.

UMBERTO ECO - La lengua, el poder, la fuerza



El 17 de enero de 1977, ante el público numeroso de las grandes ocasiones mundanas y culturales, Roland Barthes pronunciaba su lección inaugural en el Collége de France, donde acababa de ser designado para ocupar la cátedra de semiología literaria. Esta lección, de la que se ocuparon los periódicos de entonces (Le Monde le dedicó una página entera), aparece ahora publicada por Editions du Seuil, bajo el título humilde y orgullosísimo de Lepon, comprende poco más de cuarenta páginas y se compone de tres partes. La primera trata del lenguaje, la segunda de la función de la literatura respecto al poder del lenguaje y la tercera de la semiología y, en particular, de la semiología literaria.


Digamos de inmediato que no nos ocuparemos aquí de la tercera parte (que pese a su brevedad impondría sin embargo una amplia discusión de método) y que nos referiremos sólo brevemente a la segunda. Nos parece que la primera parte es la que plantea un problema de alcance mucho más vasto, que va más allá de la literatura y de las técnicas de investigación sobre ésta y toca la cuestión del poder. Cuestión que también está presente en las demás obras examinadas superficialmente en el presente artículo.

La lección inaugural de Barthes, construida con una retórica espléndida, comienza con un elogio de la dignidad con la que va a ser investido. Como se sabe, los profesores del Collége de France se limitan a hablar: no realizan exámenes, no están investidos del poder de aprobar o suspender, seles va a escuchar por amor a lo que dicen. De ahí la satisfacción (una vez más humilde y muy orgullosa) de Barthes: accedo a un lugar que está fuera del poder. Hipocresía, sí, puesto que, en Francia, nada confiere mayor poder cultural que enseñar en el Collége de France, produciendo saber. Pero nos estamos anticipando. En esta lección (que como veremos versa sobre el juego con el lenguaje), Barthes, aunque sea con candor, juega:adelanta una definición de poder y presupone otra.

En realidad, Barthes es demasiado sutil para ignorar a Foucault, a quien, por el contrario, le agradece haber sido su patrocinador en el Collége: y sabe por tanto que el poder no es «uno» y que, mientras se insinúa allí donde no se le percibe en primera instancia, es «plural», una legión como los demonios. «El poder está presente en los mecanismos más sutiles del intercambio social: no sólo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, la opinión corriente, los espectáculos, los juegos, el deporte, la información, las relaciones familiares y privadas y hasta en los impulsos liberadores que intentan contestarlo». Por lo que: «Llamo discurso de poder a todo discurso que genera la culpa, y por tanto la culpabilidad de quien lo recibe». Haced una revolución para destruir el poder y éste renacerá en el seno del nuevo estado de cosas. «El poder es el parásito de un organismo transocial, ligado a toda la historia del hombre, y no sólo a su historia política, histórica. Este objeto en el que se inscribe el poder, por toda la eternidad humana, es el lenguaje o, para ser más precisos, su expresión obligada: la lengua».

No es la facultad de hablar lo que establece el poder, es la facultad de hablar en la medida en que se rigidiza en un orden, en un sistema de reglas: la lengua. La lengua, dice Barthes (con un discurso que repite a grandes rasgos, no sé hasta qué punto conscientemente, las posiciones de Benjamín Lee Whorf), me obliga a enunciar una acción poniéndome como sujeto, de manera que a partir de ese momento todo lo que haga será consecuencia de lo que soy; la lengua me obliga a elegir entre masculino y femenino, y me prohíbe concebir una categoría neutra; me impone comprometerme con el otro, ya sea a través del «usted» o a través del «tú»: no tengo derecho a dejar imprecisa mi relación afectiva o social. Naturalmente, Barthes habla del francés, el inglés le restituiría las dos últimas libertades citadas, aunque (como justamente señalaría él) le sustraería otras. En conclusión: «A causa de su misma estructura, la lengua implica una relación fatal de alienación». Hablar es someterse: la lengua es una reacción generalizada. Además: «No es ni reaccionaria ni progresista, sino simplemente fascista, ya que el fascismo no es impedir decir, es obligar a decir».

Desde el punto de vista polémico, esta última afirmación es la que, desde enero de 1977, había provocado más reacciones. Las demás que siguen se derivan de ella: no nos sorprenderá, por consiguiente, oír decir que la lengua es poder porque me obliga a usar estereotipos preformados, entre ellos las mismas palabras, y que está tan fatalmente estructurado que, esclavos en su interior, no logramos liberarnos en su exterior, porque no hay nada exterior a la lengua.

¿Cómo huir de esto que Barthes llama sartrianamente un huis cios? Haciendo trampas. Con la lengua se puede hacer trampas. Este juego deshonesto, saludable y liberador se llama literatura.

De ahí el esbozo de una teoría de la literatura como escritura, juego de y con palabras. Categoría que no abarca sólo las prácticas literarias, sino que también puede encontrarse operante en el texto de un científico o de un historiador. Pero, para Barthes, el modelo de esta actividad liberadora es siempre, en suma, el de las actividades llamadas «creativas» o «creadoras». La literatura pone en escena el lenguaje, trabaja sus intersticios, no se mide con los enunciados ya hechos, sino con el juego mismo del sujeto que enuncia, descubre la sal de las palabras. La literatura sabe muy bien que puede ser recuperada por la fuerza de la lengua, pero, justamente por esto, está pronta a abjurar, dice y reniega de lo que ha dicho, se obstina y se aleja con volubilidad, no destruye los signos, los hace jugar y juega con ellos. Que la literatura sea liberación del poder de la lengua depende de la naturaleza de este poder, y en este punto Barthes nos parece evasivo. Por otra parte, no sólo cita directamente a Foucault como amigo, sino también indirectamente en una especie de paráfrasis, al referirse, con unas pocas frases, a la «pluralidad» del poder. Y la noción de poder elaborada por Foucault es quizá la más convincente, si no la más provocadora, de cuantas circulan hoy. Noción que encontraremos, construida paso a paso, en toda su obra.

A través de la diferenciación que se opera de obra en obra, de las relaciones entre poder y saber, entre prácticas discursivas y prácticas no discursivas, se diseña claramente en Foucault una noción de poder que presenta por lo menos dos características que en este caso nos interesan: en primer lugar, el poder no sólo es represión e interdicción, sino también incitación al discurso y producción de saber; en segundo lugar, y como señala también Barthes, el poder no es uno, no es macizo, no es un proceso unidireccional entre una entidad que ordena y sus propios súbditos.

«Hay que admitir, en suma, que este poder se ejerce más que se posee, que no es el privilegio adquirido o conservado por la clase dominante, sino el efecto conjunto de sus posiciones estratégicas, efecto que manifiesta y quizá reconduce la posición de aquellos que son dominados. Este poder, por otra parte, no se aplica pura o simplemente, como una obligación o una interdicción, a quienes no lo tienen"; el poder les inviste, se impone por medio y a través de ellos; se apoya en ellos, exactamente como ellos mismos, en su lucha contra él, se apoyan a su vez en las presas que él ejerce sobre ellos» (Vigilar y castigar). Y sigue: «Por poder yo no entiendo tampoco un modo de sometimiento, que, por oposición a la violencia, tomaría la forma de una regla. Por último, tampoco entiendo un sistema general de dominación ejercido por un elemento o un grupo sobre otro, y cuyos efectos por sucesivas derivaciones atravesaría todo el cuerpo social. El análisis, en términos de poder, no debe postular, como datos iniciales, la soberanía del Estado, la forma de ley o la unidad global de una dominación, no siendo éstos otra cosa que formas terminales. Creo que por el término poder hay que entender ante todo la multiplicidad de relaciones de fuerzas inmanentes al campo en el que se ejercen y que constituyen su organización; el juego que a través de choques y luchas incesantes las transforma, las refuerza y las invierte; los apoyos que estas relaciones de fuerza encuentran unas en otras para formar una cadena y un sistema o, por el contrario, las diferencias, las contradicciones que las aíslan unas de otras; las estrategias, en fin, con que realizan sus efectos, y cuyo diseño general o su cristalización institucional toman cuerpo en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales».

El poder no debe buscarse en un centro único de soberanía, sino como la «base móvil de las relaciones de fuerza que, por su disparidad, inducen sin pausa situaciones de poder, aunque siempre locales e inestables [ ] El poder está en todas partes, no porque lo abarque todo, sino porque viene de todos lados [ 1 El poder viene de abajo [ 1 no hay, en el origen de las relaciones de poder, y como matriz general, una oposición binaria y global entre dominadores y dominados [ 1 Hay que imaginar más bien que las múltiples relaciones de fuerza que se forman y operan en los aparatos de producción, en la familia, en los grupos restringidos, en las instituciones, sirven de soporte a amplios efectos de división que recorren el conjunto del cuerpo social» (La voluntad de saber).

Ahora bien, esta imagen del poder recuerda muy de cerca la idea de ese sistema que los lingüistas denominan lengua. La lengua es, ciertamente, coercitiva (me prohibe decir «yo queríamos un como», bajo pena de incomprensibilidad), pero su carácter coercitivo no depende de una decisión individual, ni de un centro desde donde irradian las reglas: es un producto social, nace como un aparato restrictivo justamente a causa del consenso de todos, cada uno es renuente a tener que observar la gramática, pero consiente en ello y pretende que los demás la observen porque ahí encuentra su beneficio.

No sé si podría decirse que una lengua es un dispositivo de poder (incluso cuando a causa de su carácter sistemático es constitutiva de saber), pero es cierto que es un modelo del poder. Podríamos decir que, aparato semiótica por excelencia, o (como dirían los semiólogos rusos) sistema modelizante primario, la lengua es un modelo de aquellos otros sistemas semióticos que se establecen en las diversas culturas como dispositivos de poder, y de saber (sistemas modelizantes secundarios).

En este sentido, Barthes tiene pues razón cuando define la lengua como algo vinculado con el poder, pero se equivoca al sacar de ahí dos conclusiones: que la lengua es fascista, y que es «el objeto en el que se inscribe el poder», es decir, su epifanía ominosa.

Acabemos rápidamente con el primer, y clarísimo, error: si el poder es lo que Foucault define, y si las características del poder se encuentran en la lengua, afirmar por ello que la lengua es fascista es más que una boutade, es una invitación a la confusión. Puesto que entonces el fascismo, al estar en todas partes, en toda situación de poder, y en toda lengua, desde el origen de los tiempos, no estaría en ninguna parte. Si la condición humana se pone bajo el signo del fascismo, todo el mundo es fascista y nadie lo es. Con lo cual puede verse hasta qué extremo son peligrosos los argumentos demagógicos, que vemos abundantemente usados en el periodismo cotidiano, y sin la finura de Barthes, quien por lo menos sabe usar paradojas y las emplea con fines retóricas.

Más sutil me parece el segundo equívoco: la lengua no es eso donde se inscribe el poder. Francamente, jamás he comprendido esta manía francesa o afrancesada de inscribirlo todo y verlo todo como inscrito: en pocas palabras, no sé muy bien qué quiere decir «inscribirse»; me parece una de esas expresiones que resuelven de modo autorizado unos problemas que no se sabe definir de otra manera. Pero, aun considerando adecuada esta expresión, yo diría que la lengua es el dispositivo a través del cual el poder se inscribe allí donde se instaura. Quisiera explicarme mejor y para ello recurriré al reciente estudio de Georges Duby sobre la teoría de los tres órdenes.'

Duby parte de los Estados Generales, en los albores de la Revolución Francesa: clero, nobleza y tercer estado. Se interroga acerca del origen de esta teoría (e ideología) de los tres estados. Y halla la respuesta en antiquísimos textos eclesiásticos de origen carolingio, en los que se habla del pueblo de Dios y se le considera dividido en tres órdenes, o partidos, o niveles: los que oran, los que combaten y los que trabajan. Otra metáfora, que circulaba en la época medieval, es la del rebaño: están los pastores, los perros de pastor y las ovejas. En otros términos, para dar una interpretación tradicional de esta tripartición, tenemos el clero, que dirige espiritualmente la sociedad, los hombres de armas, que la protegen, y el pueblo, que los alimenta a ambos. Resulta bastante simple, y basta pensar en la querella de las Investiduras y en el conflicto entre Papado e Imperio, para comprender de qué estamos hablando.

Pero Duby va más allá de la interpretación banal. En más de cuatrocientas páginas de una densidad excepcional, en las que sigue las vicisitudes de esta idea, desde el período carolingio hasta finales del siglo XII (y sólo en lo que se refiere a Francia), Duby descubre que este modelo de organización de la sociedad no es nunca igual a sí mismo. Reaparece a menudo, pero con los términos ordenados de manera diferente; a veces, adopta una forma de cuatro términos en vez de la forma triangular. Las palabras para designar a unos y otros cambian, unas veces se habla de milites, otras de pugnatores y otras de caballeros; unas veces de clero, otras de monjes; unas veces de agricultores, otras de trabajadores tout court, y otras de mercaderes.

A lo largo de tres siglos se produjeron numerosas evoluciones de la sociedad europea y se establecieron diversos juegos de alianzas: entre el clero ciudadano y los señores feudales, para oprimir al pueblo; entre el clero y el pueblo, para sustraerse a las presiones de la clase caballeresca; entre monjes y señores feudales, contra el clero ciudadano; entre el clero ciudadano y las monarquías nacionales; entre las monarquías nacionales y las grandes órdenes monásticas... Se podría seguir hasta el infinito. El libro de Duby se nos muestra tal como podría aparecer ante un lector del año 3000 un estudio sobre las relaciones políticas entre Democracia Cristiana, Estados Unidos, Partido Comunista y patronal en el presente siglo en Italia. Donde se advierte muy pronto que las cosas no son siempre tan claras como parecen, que expresiones canónicas como apertura a la izquierda o desarrollo económico asumen significados diferentes, no ya al pasar de Andreotti a Craxi, sino incluso en el seno de un congreso democristiano y en el lapso que media entre dos consultas electorales. Las polémicas medievales que nos parecían tan claras, con un reparto de papeles tan bien definido, son por el contrario muy sutiles. Y casi se justifica que el libro de Duby sea tan denso, fascinante y fatigoso al mismo tiempo, tan difícil de desentrañar y tan carente de argumentos inmediatamente comprensibles: porque nos sitúa ante un flujo de maniobras viscosas. Cuando el monje cluniacense habla de división entre clérigos, caballeros y campesinos, pero parece agitar el fantasma de una división en cuatro partes, agregando a ese eje ternario, que concierne a la vida terrenal, un eje binario que concierne a la vida sobrenatural y en el que la terna precedente se opone a los monjes, mediadores con el más allá, he aquí que el juego cambia de manera infinitesimal y se hace alusión al predominio que las órdenes monásticas desean adquirir sobre los otros tres órdenes, en los que el clero urbano asume una función puramente vicaria, y la relación se establece directamente entre monasterios y estructura feudal.

Sucede que cada una de estas fórmulas, tan semejantes y sin embargo tan diferentes, se inerva en una red de relaciones de fuerza: los caballeros saquean los campos, el pueblo busca apoyo y trata de defender los productos de la tierra, pero entre el pueblo ya emergen aquellos que poseen propiedades y tienden a dar vuelta a la situación en beneficio propio, etcétera, etcétera...

Pero estas relaciones de fuerza seguirían siendo puramente aleatorias, si no estuvieran reguladas por una estructura de poder, que hace que todos las admitan y estén dispuestos a reconocerse en ellas. A tal efecto interviene la retórica, es decir, la función ordenadora y modelizadora del lenguaje que, con variaciones infinitesimales de acento, legitima ciertas relaciones de fuerza y penaliza otras. La ideología adquiere forma: el poder que surge de ella se convierte en una verdadera red de consensos que parten de abajo, porque las relaciones de fuerza se han transformado en relaciones simbólicas.

Se delinea entonces, en este punto de mi lectura de textos tan diversos, una oposición entre poder y fuerza, oposición que me parece está totalmente oculta en los discursos sobre el poder que circulan hoy cotidianamente, desde la escuela hasta la fábrica y el gueto. Como sabemos, del sesenta y ocho a nuestros días, la crítica al poder y su contestación se han deteriorado mucho, justamente porque se han masificado. Proceso inevitable y no seremos nosotros quienes vayamos a decir (con buen gesto reaccionario) que un concepto, en el momento en que se pone al alcance de todo el mundo, se deshace y que, por tanto, hubiera debido permanecer al alcance de unos pocos. Al contrario: es justamente porque hubiera debido ponerse al alcance de todos, y correr así el riesgo de su propia disolución, que se vuelve importante la crítica de sus degeneraciones.

Por tanto, en los discursos políticos de masas sobre el poder ha habido dos fases equívocas: la primera, ingenua, en la que el poder tenía un centro (el Sistema, como sefíor malvado bigotudo, que desde el tablero de un computador maléfico manipulaba la perdición de la clase obrera). Esta idea ha sido ya suficientemente criticada, y la noción foucaultiana de poder interviene precisamente para mostrarnos su ingenuidad antropomórfica. Puede encontrarse el rastro de esta revisión del concepto incluso en las contradicciones internas de los diferentes grupos terroristas: desde los que quieren herir el «corazón» del Estado hasta los que, por el contrario, tratan de destruir las tramas del poder en su periferia, en los puntos que yo llamaría «foucaultianos», donde operan el funcionario de prisiones, el pequeño comerciante, el capataz.

Más ambigua es la segunda fase, en la cual se confunden muy fácilmente fuerza y poder. Hablo de «fuerza» en vez de, como me saldría espontáneamente, causalidad, por los motivos que veremos más adelante, pero partamos de inmediato de una noción bastante ingenua de causalidad.

Hay cosas que son la causa de otras cosas: el rayo que hace arder el árbol, el miembro masculino insemina el útero femenino. Estas relaciones no son reversibles, el árbol no hace arder al rayo, ni la mujer insemina al hombre. En cambio, hay relaciones en las que alguien hace que otro haga algo en virtud de una relación simbólica: el hombre establece que sea la mujer quien lave la vajilla, la Inquisición establece que quien practique la herejía sea quemado en la hoguera y se arroga el derecho de definir lo que es herejía. Estas relaciones se fundan en una estrategia del lenguaje que, tras haber reconocido la fragilidad de las relaciones de fuerza, las institucionaliza simbólicamente, obteniendo el consenso de los dominados. Las relaciones simbólicas son reversibles. En principio, basta con que la mujer diga no al hombre para que los platos tenga que lavarlos él, o que los herejes no reconozcan la autoridad del inquisidor para que éste sea quemado. Por supuesto, las cosas no son tan simples, y precisamente porque el discurso que constituye simbólicamente el poder debe contar, no con simples relaciones de causalidad, sino con complejas interacciones de fuerzas. Y, sin embargo, creo que radica aquí la diferencia entre poder, como hecho simbólico, y causalidad pura: el primero es reversible, de poder se hacen, en realidad, las revoluciones, mientras que la segunda es sólo canalizable o moderable, permite reformas (invento del pararrayos; la mujer decide usar anticonceptivos, no tener relaciones sexuales o tenerlas de tipo homosexual).

La incapacidad para distinguir entre poder y causalidad conduce a muchos comportamientos políticos infantiles. Ya hemos dicho que las cosas no son tan simples. Sustituyamos la noción de causalidad (unidireccional) por la de fuerza. Una fuerza se ejerce sobre otra fuerza: se componen en un paralelogramo de fuerzas. No se anulan, se componen según una ley. El juego entre fuerzas es reformista: produce compromisos. Pero el juego no se establece nunca entre dos fuerzas, sino entre innumerables fuerzas, el paralelogramo engendra figuras multidimensionales mucho más complejas. Para determinar qué fuerzas son opuestas entre sí, intervienen unas resoluciones que no dependen del juego de las fuerzas, sino del juego del poder. Se produce un saber de la composición de fuerzas.

Volviendo a Duby, cuando existen los caballeros, cuando entran en juego los mercaderes con sus riquezas, cuando los campesinos emigran hacia la ciudad empujados por la penuria, se trata de fuerzas: la estrategia simbólica, la formulación de teorías convincentes de los tres o de los cuatro órdenes, y por tanto la configuración de relaciones de poder, entran en juego para definir qué fuerzas deberán contener a cuáles otras, y en qué dirección deberán apuntar los paralelogramos que se derivan de ellas. Pero, en el libro de Duby, por lo menos para el lector distraído, el juego de fuerzas corre el riesgo de desaparecer, ante el argumento dominante, constituido por la resistematización continua de las figuras simbólicas.

Tomemos ahora el último libro de nuestro montón, el de Howard sobre la historia de las armas en la evolución de la historia europea (La guerra y las armas en la historia de Europa). Hablaremos de él muy sucintamente, invitando al lector a deleitarse por su cuenta con este libro fascinante, lleno de anécdotas y de revelaciones imprevisibles, que parte de las guerras del período feudal y llega hasta las de la era nuclear.

El 1346, en Crecy, Eduardo 111 introdujo, contra la caballería enemiga, los arqueros con arco largo. Estos arcos largos, que arrojaban cinco o seis flechas en el tiempo en que una ballesta disparaba un solo virote, ejercieron una fuerza diferente sobre la caballería. La derrotaron. La caballería se vio entonces obligada a reforzar sus armaduras: se hizo menos maniobrable y ya no servía de nada cuando se combatía a pie. La fuerza del caballero armado quedó anulada.

He aquí una relación de fuerzas. Se reaccionó y se trató de compensar la fuerza nueva. Es decir, se reformó toda la estructura del ejército. La historia de Europa avanzaba a través de composiciones de este género y los ejércitos se convertían en algo distinto. Recuérdese el lamento de los paladines ariostescos ante la feroz ceguera del arcabuz. Pero he aquí que las nuevas relaciones de fuerza, al refrenarse recíprocamente y al componerse, crearon una nueva ideología del ejército y produjeron nuevos ordenamientos simbólicos. Aquí el libro de Howard parece proceder inversamente al de Duby. De la fuerza a las nuevas estructuras de poder, por vía indirecta, mientras el otro parte de la formulación de las imágenes del poder para llegar a las relaciones de fuerzas nuevas y viejas que lo sustentaban.

Si no se reflexiona suficientemente sobre esta oposición, se cae en unas formas de infantilismo político: no es posible oponerse a una fuerza diciendo «no te obedezco», sino que se elaboran técnicas para refrenarla. Pero no se reacciona ante una relación de poder con un simple e inmediato acto de fuerza: el poder es mucho más sutil y se sirve de consensos mucho más capilares, y cicatriza la herida recibida en aquel punto, que siempre y necesariamente es periférico.

De ahí la habitual fascinación de las grandes revoluciones, que a las generaciones posteriores les parecen efecto de un solo acto de fuerza que, al ejercerse en un punto insignificante en apariencia, hace girar todo el eje de una situación de poder: la toma de la Bastilla, el asalto al palacio de Invierno, el ataque al cuartel de Moncada... Y por esto el revolucionario en ciernes se afana en reproducir actos ejemplares de este tipo, y se asombra de que fracasen. Es que el acto de fuerza «histórico» jamás había sido un acto de fuerza, sino un gesto simbólico, un hallazgo teatral final que sancionaba, de una manera también significativa a nivel escenográfico, una crisis de relaciones de poder que se había difundido y ramificado desde mucho antes. Y sin la cual el seudoacto de fuerza sólo sería un mero acto de fuerza sin poder simbólico, destinado a componerse en un pequeño paralelogramo local.

Pero, ¿cómo puede disgregarse un poder formado por una red de consensos? Es la pregunta que se hace Foucault en La voluntad de saber.- «¿Es preciso decir que necesariamente se está dentro del poder, que no se puede huir de él, que no hay, respecto a él, una exterioridad absoluta, porque se está indefectiblemente sometido a la ley?». Pensándolo bien, es la misma constatación de Barthes cuando afirma que jamás se sale del lenguaje.

La respuesta de Foucault es: «Significaría ignorar el carácter estrechamente relacionar de las relaciones de poder. Éstas sólo pueden existir en función de una multiplicidad de puntos de resistencia, que cumplen en ellas el papel de adversario, de blanco, de apoyo, de salida para una presa No hay, por tanto, respecto al poder un lugar del gran Rechazo, alma de la revuelta, foco de todas las rebeliones, ley pura del revolucionario. Sino unas resistencias que son ejemplos de especie: posibles, necesarias, improbables, espontáneas, salvajes, solitarias, concertadas, arrebatadoras, violentas, irreductibles, dispuestas al compromiso, interesadas o sacrificiales

Los puntos, los nudos, los focos de resistencia se encuentran diseminados con mayor o menor densidad en el tiempo y en el espacio, y hacen surgir a veces grupos o individuos de modo definitivo, e inflaman súbitamente ciertos puntos del cuerpo, ciertos momentos de la vida, ciertos tipos de comportamiento Mucho más a menudo se trata de puntos de resistencia móviles y transitorios, que introducen en la sociedad fracturas que se desplazan, y quiebran la unidad 0 suscitan reagrupamientos, marcando a los individuos mismos, desmembrándolos o remodelándolos [... 1 ».

En este sentido, el poder, en el cual se está, ve cómo se origina en su propio seno la disgregación de los consensos en que se basa. Lo que me urge, en estos tramos finales de mi artículo, es revelar la homología entre estos continuos procesos de disgregación descritos (de manera bastante alusiva) por Foucault y la función que Barthes asigna a la literatura en el seno del sistema del poder lingüístico. Lo cual quizá me induciría a hacer también algunas reflexiones sobre cierto esteticismo de la visión de Foucault, cuando (véase al respecto la entrevista de 1977 en el apéndide de la edición italiana del libro citado) se pronuncia contra la finalidad de la actividad del escritor y contra la teorización de la escritura como actividad destructora; o a preguntarme si Barthes no hace de la literatura (cuando dice que es una posibilidad abierta también al científico y al historiador) una alegoría de las relaciones de resistencia y de crítica al poder en el ámbito más amplio de la vida social. Lo que parece claro es que esta técnica de oposición al poder, siempre desde el interior y difusa, nada tiene que ver con las técnicas de oposición a la fuerza, que son siempre externas, y puntuales. Las oposiciones a la fuerza obtienen siempre una respuesta inmediata, como en el choque entre dos bolas de billar; las oposiciones al poder obtienen siempre una respuesta indirecta.

Tratemos de hacer una alegoría de bonita película norteamericana de los años treinta. En el barrio chino, una pandilla extorsiona las lavanderías. Actos de fuerza. Se entra, se pide el dinero, si la lavandería no paga, se rompe todo. El amo de la lavandería puede oponer la fuerza a la fuerza: le parte la cara al gángster. El resultado es inmediato. Al día siguiente el gángster ejercerá una fuerza mayor. Este juego de fuerzas puede llevar a ciertas modificaciones de los sistemas de protección en la vida del barrio: puertas blindadas,sistemas de alarma. Pararrayos.

Pero, poco a poco, este clima es absorbido por los habitantes del barrio: los restaurantes cierran más temprano, los habitantes no salen después de cenar, los otros comerciantes aceptan que es razonable pagar para no ser molestados... Se ha instaurado una relación de legitimación del poder de los mafiosos, a la cual contribuyen todos, incluso los que desearían un sistema diferente. El poder de los gángsters comienza a fundarse ahora en unas relaciones simbólicas de obediencia, donde el que obedece es tan responsable como aquel a quien se obedece. En cierto modo, todos salen ganando.

La primera disgregación de este consenso podría venir de un grupo de jóvenes que deciden organizar todas las noches una fiesta con petardos y dragones de papel. Como acto de fuerza, esta situación quizá podría obstaculizar el paso o la huida de los gángsters, pero en este sentido la acción sería mínima. Como aspecto de resistencia al poder, la fiesta introduce un elemento de confianza, que actúa como elemento de disgregación del consenso dictado por el miedo. Su resultado no puede ser inmediato; sobre todo, no se obtendrá ningún resultado si a la fiesta no corresponden otras conductas periféricas, otras formas de expresar el «no». En nuestra película, bien podría ser el gesto de coraje del periodista local. Pero el proceso podría también abortar. Las tácticas deberían desecharse de inmediato, en el caso de que el sistema de los mafiosos fuese capaz de integrarlas en el folklore local... Detengamos aquí nuestra alegoría que, como película, nos obligaría al final feliz.

No sé si esta fiesta con el dragón puede ser una alegoría de la literatura según Barthes, o si la literatura de Barthes y esta fiesta pueden ser alegorías de las crisis foucaultianas de los sistemas de poder. También porque en este punto surge una nueva duda: ¿Hasta qué punto la lengua de Barthes obedece a unos mecanismos homólogos de los sistemas de poder descritos por Foucault?

Consideremos una lengua como un sistema de reglas: no sólo gramaticales, sino también de reglas de esas que hoy se denominan pragmáticas; por ejemplo, la regla de la conversación que estipula que a una pregunta se debe responder de manera pertinente, y quien la viola es considerado maleducado, idiota, provocador, o se cree que hace alusión a alguna otra cosa que no quiere decir. La literatura que hace trampas con la lengua se presenta como la actividad que disgrega las reglas y establece otras: provisionales, válidas en el ámbito de un solo discurso y de una sola corriente; y válidas sobre todo en el ámbito del laboratorio literario. Esto significa que Ionesco hace trampas con la lengua al hacer hablar a sus personajes como hablan, por ejemplo, en La cantante calva. Pero, si en las relaciones sociales todo el mundo hablara como la cantante calva, la sociedad se disgregaría. Obsérvese que no habría revolución lingüística, puesto que la revolución implica un derrocamiento de las relaciones de poder; un mundo que hablara como Ionesco no derrocaría nada, instauraría una especie de grado n (el opuesto de cero, un número indefinido) del comportamiento. Ni siquiera sería posible comprar el pan en la panadería.

¿Cómo se defiende la lengua ante tal riesgo? Reconstruyendo, dice Barthes, una situación de poder frente a la propia violación, absorbiéndola (el anacoluto del artista se convierte en norma común). En lo que respecta a la sociedad, ésta defiende la lengua representando la literatura, que cuestiona la lengua, en lugares reservados. Esta es la razón de que en el lenguaje no haya nunca revolución: o es una ficción de revolución, en el escenario, donde todo está permitido, para volver luego a casa a) de modo normal; o es un movimiento infinitesimal de continua reforma. El esteticismo consiste en creer que el arte es la vida y la vida el arte, confundiendo las zonas. Engañándose.

La lengua no es, por tanto, un escenario de poder en el sentido de Foucault. Bien. Pero, ¿por qué se ha creído encontrar homologías tan profundas entre dispositivos lingüísticos y dispositivos de poder, y advertir que el saber del que un poder se sustancia se produce por medios lingüísticos?

Surge aquí una duda. Quizá no es que la lengua sea distinta del poder porque éste es sede de revolución, algo que no le es consentido a la lengua. Sino que el poder es homólogo de la lengua porque, tal como lo describe Foucault, no puede ser nunca sede de revolución. Es decir, en el poder no hay nunca diferencia entre reforma revolución, considerando revolución el momento en el que un lento régimen de ajustes graduales sufre bruscamente lo que René Thom llamaría una catástrofe, un viraje súbito, pero en el sentido en que una concentración de movimientos sísmicos produce de improviso ruptura final de algo que ya era una alteración del terreno. Punto de ruptura final de algo que se había venido gestando, paso a paso. Las revoluciones serían entonces las catástrofes de movimientos lentos de reforma, totalmente efecto fortuito de una independientes de la voluntad de los sujetos, efecto fortuito de una composición de fuerzas final que obedece a una estrategia de ajustes simbólicos madurada desde largo tiempo.

Lo que equivaldría a decir que no está muy claro si la visión que Foucault tiene del poder (y que Barthes ejemplifica genialmente en la lengua) es una visión neorrevolucionaria o es neorreformista.

El mérito de Foucault sería el de haber abolido la diferencia entre ambos conceptos, obligándonos a repensar, junto a la noción de poder, también la de iniciativa política. Ya veo a los cazadores de modas acusarme de ver en Foucualt un pensador típico del reflujo.* Necedades. El hecho es que en este nudo de problemas se delinean nociones nuevas de poder, de fuerza, de revuelta violenta y de reordenamiento progresivo a través de lentos deslizamientos periféricos, en un universo sin centro, donde todo es periferia y donde no existe ya el «corazón» de nada. Un buen conjunto de ideas para una reflexión que nace bajo el rótulo de una lepon. Dejémoslo en suspenso. Se trata de problemas que, como diría Foucault, el sujeto individual no resuelve. A menos que no se limite a la ficción literaria.

* Por reflujo (riffusso) designamos el abandono de la actividad política, en favor de un mayor interés por los diferentes aspectos de la vida privada, acompañado de una conversión al reformismo, o sea al conservadurismo, por parte de los participantes en los movimientos revolucionarios de extrema izquierda en Italia, a partir de la segunda mitad de los años setenta.

Biografía de Umberto Eco

Umberto Eco nace en Alessandria en 1932 y, a los veinte años, se traslada a Turín para estudiar en la Universidad. En 1954 se licencia en estética bajo la dirección del profesor Luigi Pareyson con una tesis sobre Tomás de Aquino, una auténtica fuente de estudios medievales que tendrá en cuenta en algunas de sus novelas más afortunadas.

Luego, entra a formar parte del Grupo 63 y realiza un sinfín de estudios en muchas direcciones: la poética de vanguardia, la historia de la estética, la comunicación de masas, etc.

Profesor ordinario de Semiótica y presidente de la Escuela Superior de Ciencias Humanísticas de la Universidad de Bolonia, debuta con la novela "El nombre de la rosa" (1980), un afortunado thriller gótico ambientado en un convento que, además, estimula el debate ideológico. Sus novelas posteriores, "El péndulo de Foucault" (1988) y "La isla del día antes " (1994), no gozan del mismo éxito, quizá porque están demasiado marcadas por preocupaciones intelectuales yuxtapuestas.

Entre sus ensayos cabe destacar: "Obra abierta" (1962), "Apocalípticos e integrados" (1964), "La definición del arte" (1968), "La estructura ausente" (1968), "Las formas del contenido" (1971), "Tratado general de semiótica" (1975), "Lector in fábula" (1979), "Semiótica y filosofía del lenguaje" (1984), "De los espejos y otros ensayos" (1985), "Los límites de la interpretación " (1990), "La búsqueda de la lengua perfecta" (1993), "Seis paseos por los bosques narrativos" (1994), "Kant y el ornitorrinco" (1997). Además, cabe señalar las investigaciones de "Diario mínimo" (1963), "El superhombre de masa" (1976), "Siete años de deseo" (1983) así como "El segundo Diario Mínimo" (1990), "Cinco escritos morales " (1997) y "La bustina di Minerva" (2000).






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