martes, 23 de marzo de 2010

TRADUCCIÓN ES RECREACIÓN - JAVIER SOLOGUREN





Traducción es Re-creación
Homenaje a Javier Sologuren
Entrevista: Federico de Cárdenas
Suplemento Domingo - Diario La República 30 de mayo 2004

La partida de Javier Sologuren (1921-2004) marca una ausencia mayor en nuestra cultura. Nos queda su espléndida poesía, reunida en las sucesivas ediciones de Vida continua. Sobre ella se ha hablado mucho y bien, por lo que queremos recordar aquí su actividad de traductor, paralela a su obra poética y no menos notable.

Tres veces entrevisté a Javier Sologuren (dos de ellas con Peter Elmore) a lo largo de mi actividad en el periodismo cultural. Pero fueron muchas más las que disfruté de su presencia y palabra, en una amistad iniciada cuando fuimos vecinos de página en La Prensa, proseguida en visitas a la casona de Lince que habitaba con la recordada Ilia y en encuentros y diálogos telefónicos que solo se interrumpieron luego de su mudanza a San Bartolo y ante el avance de su cruel enfermedad. La diferencia de edad jamás fue obstáculo para dialogar con ese ser humano sabio y bueno que fue Javier. Por ello quiero manifestar aquí mi congoja personal en esta despedida y recordarlo en las que fueron sus palabras.

-A lo largo de los años, y en paralelo a tu labor poética, la traducción ha sido una línea constante en tu trabajo. ¿Por qué esta dedicación?


-Es muy cierto lo que dices. Mi entrega a la traducción prácticamente coincide con los inicios de mi actividad literaria. Recuerdo haber tenido entre manos una pequeña revista de poesía francesa y ya entonces, diccionario en mano, haber intentado traducciones. Desde entonces, traducción y creación han ido para mí siempre de la mano. Lectura, escritura poética y traducción han sido tres constantes inseparables de mi trabajo intelectual. Traducir es para mí sin duda una forma de re-creación, de entrega al texto traducido, que nunca tengo el prurito de enmendar o mejorar.

-Octavio Paz dice que lo ideal sería que la poesía fuera siempre traducida por poetas, pero a la vez adelanta una objeción: los poetas tienden siempre a embellecer el texto traducido; por tanto no son -salvo excepciones- los mejores traductores. ¿Te parece atendible la objeción?


-Sí. Es bueno que la poesía sea traducida por poetas, pero creo también que cualquier persona con sensibilidad, conocimiento de un idioma y cultura puede ser un buen traductor. En los poetas siempre hay el riesgo de adulterar el texto original por un deseo estilístico de apoderarse de él, de sentir el poema ajeno como propio e insuflarle su estilo personal. Creo que algo de eso hizo Juan Ramón Jiménez en sus traducciones. Por otro lado, el deseo de embellecer es una de las frecuentes tentaciones del traductor. Y nada asegura que algo que suena estupendamente en español mantenga su relación por esta causa con el texto original.

-La traducción busca ser un equivalente, en otro idioma, del texto original. Pero, ¿no es esta una tarea imposible? En realidad, nunca se logra una reproducción, todas son aproximaciones.


-En efecto, por más capacitado que esté el traductor, jamás logrará dar una equivalencia total. Hay que pensar que la prosodia es lo propio de un idioma, y por tanto intraducible. Las modulaciones que logra el poeta en su propia lengua no son traducibles. También están, en muchos casos, las exigencias de la rima, si bien estas pueden ser dejadas de lado, ya que por respetar la rima es frecuente traducir en otro idioma cosas que jamás ha escrito el poeta.

-¿Estarías de acuerdo, entonces, con que el buen traductor es quien logra un poema análogo -pero nunca idéntico- al original?


-Completamente. Sin pretender teorizar sobre esta práctica mía, que llevo ejerciendo tantos años (y siempre por afición o pasión, nunca como actividad profesional o "pane lucrando"), pienso que la tarea del traductor es trabajar con una cierta estrategia de las equivalencias. Cuanto más equivalencias se logre, mejor traducido estará un poema. Te menciono un caso, que es el de un famoso soneto de Gérard de Nerval que se titula en español "El desdichado". Octavio Paz invitó en "Vuelta" a varios poetas a dar sus versiones. El verso "J'ai revé dans la grotte ou nage la sirène" fue el gran escollo para todos. Lo superé traduciendo "nadar" por "retozar" y creo que conservé el ritmo sin pretensión de embellecer el poema. "Retozar" implica nadar, y acaso añade movimientos graciosos que el verbo "nadar" no da.

-Si la traducción tiene un aporte de invención -o de recreación, como dices-, se podría afirmar que hay en ella un aporte creativo al momento de afrontar el poema o el texto en prosa.


-Sí. Al decir recreación puede pensarse que la distancia entre el poema original y el traducido es grande, puesto que interviene la creación personal. Pero pienso que es, sencillamente, el hecho de que el poema traducido "suene" en la lengua de llegada, que tenga el mismo tono que en la lengua de partida. No se trata de que el traductor aporte lo suyo a cambio de lo otro. Hay que rechazar cualquier tentación a modificar o embellecer, como te decía, pues ya bastantes problemas hay con el poema traducido.

-¿Qué es lo que te atrae o te impulsa a traducir un poema?


-El hecho de que el poema en sí mismo me "hable", me diga algo. Y también el hecho de profundizar más en el sentido del poema. La traducción, al menos como yo la veo, en realidad es una lectura en profundidad, y esto es tan cierto que el traductor va descubriendo y familiarizándose con la técnica del poeta, con sus metáforas favoritas, con su estilo. En cierto sentido, el crítico que hay en todo escritor -no olvides que el poeta es el primero en juzgar sus propias cosas- va de la mano con el traductor. Son dos actividades gemelas. Bien ejercida, la traducción es un paso importante para llegar críticamente al poema.

-Hemos hablado más que nada de traducción de poesía. ¿Y al momento de enfrentarte a la prosa?


-Reconozco que no acudo fácilmente a ella, salvo que se trate de poemas en prosa, casi siempre muy breves. Algo hay que me inhibe de entregarme a traducir trabajos en prosa que sean de largo aliento, por ejemplo una novela. Mis traducciones de Las aguas estrechas de Julien Gracq o, antes, de Cinco amantes apasionadas de Ihara Saikaku se debieron a compromisos súbitos, aunque haya encontrado en ambas grandes motivos de satisfacción.

-¿Se podría decir, sobre todo por Gracq, que te atrae la traducción de prosa poética, o que conserva un sentido musical de la frase y el estilo?
-Indudablemente. Sufriría mucho si tuviera que traducir documentos. Pero en el caso de Gracq, o en el de Georges Limbour -cuyos Diez relatos africanos estoy a punto de terminar- se trata de una prosa narrativa de marcados acentos poéticos. Gracq habla de su prosa como de un "precipitado", reencontrando en esto a Gaston Bachelard, quien afirma que cuando se nombra, las cosas se precipitan como la sustancia en un líquido. En Gracq cada objeto se enriquece y se transforma en una irradiación de sentidos. Es el bello aforismo de Novalis:"algo que amamos es el centro del paraíso".

miércoles, 17 de marzo de 2010

THOMAS MANN - RELATO DE MI VIDA- FRAGMENTOS





(…)
Mi hermano Heinrich, cuatro años mayor que yo, que luego escribiría novelas destacadísimas y que han ejercido un influjo inmenso, vivía entonces en Roma, “a la expectativa”, igual que yo, y me propuso que me reuniera con él. Realicé el viaje y juntos pasamos –cosa que pocos alemanes hacen- un prolongado y ardiente verano italiano en una pequeña ciudad de los montes Sabialinos, Palestrina, ciudad natal del gran músico. El invierno, en que alternaban los días de cortante tramontana con los de bochornoso siroco, lo pasamos en la ciudad “eterna”, viviendo como subarrendados en casa de una buena señora que en la Vía Torre Argentina poseía un piso, con el suelo de piedra y sillas de enea. Para las comidas éramos clientes de un pequeño restaurante llamado “Genzano”, que luego no he vuelto a encontrar, y donde había un buen vino y exquisitas croquette di pollo. Por las noches jugábamos al dominó en un café y bebíamos ponche entre tanto. No teníamos trato con nadie. En cuanto oíamos hablar alemán salíamos huyendo. Considerábamos roma como refugio de nuestra existencia anómala, y yo al menos no vivía allí por amor al sur, que en el fondo no me gustaba, sino sencillamente porque en mi patria no había todavía sitio para mí. Las impresiones estéticas e históricas que aquella ciudad puede ofrecer las acogí con respeto, pero sin tener el sentimiento de que afectasen a mis asuntos ni de que pudieran serme de utilidad inmediata. Las esculturas antiguas del Vaticano me atraían más que las pinturas del Renacimiento. El Juicio Final me conmovió, pues lo vi como apoteosis de mi estado de ánimo, completamente antihedonista, pesimista-moralista. Prefería visitar San Pedro cuando celebraba misa, con una humildad llena de pompa. Rampolla, el cardenal secretario de Estado. Era una personalidad extraordinariamente decorativa, y por razones estéticas lamenté que motivos diplomáticos impidieran su elevación al pontificado.

(…)

No he evocado aquí ni las experiencias que contribuyeron a formarme en mi infancia y mi primera juventud, ni la impresión imborrable queme causaron los cuentos de Andersen, ni aquellas tardes en que escuchábamos cómo nuestra madre nos leía Stromtid, de Reuter, o nos cantaba canciones al piano, ni el culto que profesaba a Heine por la época en que escribí mis primeras poesías, ni las horas apacibles y llenas de entusiasmo que, después de salir de la escuela, pasaba leyendo a Schiller junto a un plato lleno de rebanadas de pan untadas con mantequilla. Mas no quiero pasar del todo por alto ciertas experiencias grandes y decisivas, debidas a lecturas que realicé por los años a que hemos llegado ya en este relato: me refiero a la experiencia de Nietzsche y a la de Schopenhauer.

El influjo espiritual y estilístico de Nietzsche es reconocible, sin duda, ya en mis primeros ensayos de prosa que vieron la luz pública. En las Betrachtungen eines Unpolitischen (Consideraciones de un apolítico) he hablado de mis relaciones con ese espíritu complejo y subyugante, reduciéndolas a sus condicionamientos y límites personales. El contacto con Nietzsche determinó en alto grado mi forma espiritual, que se estaba fraguando; pero cambiar nuestra propia sustancia, hacer de nosotros algo distinto de lo que somos, eso es algo que no puede realizarlo ninguna potencia educativa. Toda posibilidad de formación en general presupone un ser, el cual posee la voluntad instintiva y la capacidad para seleccionar, asimilar y reelaborar todo de manera personal. Goethe dijo que para hacer algo es preciso ser algo. Pero incluso para poder aprender algo, en el sentido elevado de esta palabra, se necesita ya ser algo. Investigar cuál fue el tipo de absorción y de transformación orgánicas que el ethos y el arte de Nietzsche sufrieron en mi caso es algo que dejo a los críticos que crean oportuno hacerlo. En todo caso, fue un proceso complicado, que adoptaba una actitud totalmente despectiva frente a la influencia callejera y popular del filósofo, frente a todo simplista “renacentismo”, frente al culto del superhombre y el esteticismo a lo César Borgia, frente a toda palabrería acerca de la sangre y de la belleza que entonces estaba de moda entre los grandes y entre los pequeños. El joven de veinte años que yo era comprendía la relatividad del “inmoralismo” de este gran moralista; cuando yo contemplaba la comedia de su odio contra el cristianismo, veía también su amor fraterno por Pascal y entendía aquel odio en un sentido completamente moral y no, en cambio, psicológico. Esta misma diferencia me parecía que se daba en su lucha –que marcó una época en la historia de la cultura- contra lo que más amó hasta su muerte: contra Wagner. En una palabra: yo veía en Nietzsche ante todo al hombre que se superaba así mismo: no tomaba en él nada a la letra, no le creía casi nada, y justamente esto es lo que hacía que mi amor por él tuviese un doble plano y fuese tan apasionado. Es lo que proporcionaba su hondura a ese amor. ¿Es qué había que tomarle “en serio” cuando predicaba el hedonismo en el arte? ¿O cuando contraponía Bizet a Wagner? ¿Qué fue ara mi su filosofía del poder y de la “bestia rubia”? Casi un motivo de perplejidad. Su glorificación de la “vida” a costa del espíritu, ese lirismo que ha producido consecuencias tan funestas en el pensamiento alemán, sólo había una posibilidad de yo me lo asimilase: tomándolo como ironía. Es cierto que “bestia rubia” aparece también en mis producciones juveniles; pero está casi íntegramente despojada de su carácter bestial y lo único que resta es el pelo rubio, junto con su ausencia de espíritu; yo la hacía objeto de aquella ironía erótica y de aquella afirmación conservadora mediante la cual el espíritu, como él sabía muy bien, se comprometía muy poco en el fondo. Es posible que la transformación personal que Nietzsche sufrió en mí significase un aburguesamiento. Pero éste me parecí, y me parece todavía hoy, más profundo y más inteligente que toda la embriaguez estético-heroica que Nietzsche provocó, por lo demás, en el plano literario. Mi experiencia de Nietzsche representó el presupuesto de un período de pensamiento conservador que acabó en mi hacia la época de la guerra; pero, en última instancia, me dotó de la capacidad de resistir a todos los encantos de un romanticismo malo, que pueden brotar, y que todavía hoy surgen en tantos sentidos, de una valoración no-humana de las relaciones entre vida y espíritu.

Por lo demás, esta experiencia no constituyó un descubrimiento y una recepción rápidos y de una vez, sino que se realizó, por así decirlo, en varias etapas, distribuyéndose en distintos años. El primer efecto que provocó en mí fue una sensibilidad, una clarividencia y una melancolía de índole psicológica, cuya naturaleza yo mismo apenas consigo discernir hoy con claridad, pero que en aquella época me hizo sufrir de una manera indescriptible. La expresión “náuseas del conocimiento” se encuentra en Tonio Coger. Designa con toda propiedad la enfermedad de mi juventud, que, según creo recordar, favoreció no poco mi receptividad para la filosofía de Schopenhauer, a la que sólo conocí después de conocer ya algo a Nietzsche.

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No quiero decir que las semanas de amorosa profundización en la comedia de Kleist y en los prodigios de su agudeza metafísica fueran ociosas, pues relaciones subterráneas de toda índole unían este trabajo crítico con mi “ocupación principal”, y el amor no es nunca un despilfarro. Pero estoy contento de que, entre las improvisaciones a las que tuvo que dejar paso hasta ahora la novela, se cuente también un relato independiente. Me refiero a Mario und der Zauberer. Tragisches Reisserlebnis (Mario y el mago. Vivencia trágica de un viaje). Quiero pensar que pocas veces algo vivo ha debido su origen a causas tan mecánicas como en este caso. Unánimemente acostumbrados a no dejar pasar ningún verano sin una estancia junto al mar, mi mujer y yo, junto con los hijos más jóvenes, pasamos el mes de agosto del año 1929 en el balneario de Rauschen, en Samland, en el Báltico. Esta elección había sido determinada por ciertos deseos procedentes de Prusia oriental, en especial por una invitación, varias veces renovada, de la “Sociedad Goethe” de Königsberg. No era recomendable llevarme en este viaje cómodo, pero tan largo, el material acumulado del José, el manuscrito no pasado aún a máquina. Pero como yo no soy capaz de acomodarme a un “descanso” sin trabajo, y ello me produce más perjuicios que provecho, decidí emplear las mañanas en elaborar con ligereza una anécdota cuya idea se remontaba a una estancia en Forte dei Marmi, cerca de Viareggio, y a impresiones recibidas allí; es decir, quise llenar el tiempo con un trabajo para el que no se necesitaba ningún preparativo y que, por así decirlo, se podía “sacar de la cabeza”, en el sentido más cómodo de la frase. Comencé a escribir en mi habitación, como de costumbre, durante las mañanas, pero el nerviosismo que me producía el alejamiento del mar no parecía nada favorable a mi actividad. Yo pensaba que no podría trabajar al aire libre. Cuando escribo necesito sentir un techo sobre mi cabeza para que mis pensamientos no se diluyan en ensueños. El dilema no era fácil. Sólo el mar lo había podido plantear, y, afortunadamente, se puso de manifiesto que su especial naturaleza era capaza también de solucionarlo. Me decidí a trasladar a la playa mi trabajo de escribir. Yo arrimaba mi asientote mimbre muy cerca del borde del agua, que estaba llena de bañistas. Y de esta manera, garrapateando sobre las rodillas, teniendo ante los ojos del abierto horizonte, que continuamente era cortado por paseantes, en medio de personas que se divertían, rodeado de niños desnudos que me quitaban los lápices, ocurrió que, sin yo quererlo, de la anécdota me brotó la narración, del simple relato salió la narración espiritual, de lo privado surgió el símbolo ético –mientras constantemente me sentía lleno de un feliz asombro por el hecho de que, a pesar de todo, el mar consiguiese absorber todas las perturbaciones humanas y supiera diluirlas en su amada inmensidad.
(…)


Traductor: Andrés Sánchez Pascual

Relato de mi vida. Seguido de El último año de mi padre. Madrid. Alianza Editorial. 2da reimpresión. 1990. Págs. 16-17, 23-26 y 62-63.
Enviado por: Oscar González