jueves, 31 de marzo de 2011

EL ENCUENTRO CON LOS LIBROS - ALBERT BEGUIN



EL ENCUENTRO CON LOS LIBROS

Por: Albert Beguin (1901-1957)









Estoy de acuerdo con Roland Barthes cuando dice que la lectura en sí misma es insustituible, pero no estoy de acuerdo cuando dice que podríamos acercarnos a la esencia de la lectura por medio de las técnicas científicas modernas; estoy convencido de que esas técnicas –que son de gran utilidad para la civilización- se acercan al hombre en lo que tiene de colectivo, pero siempre dejan escapar lo que tenemos de más personal (y no creo que se trate de una imperfección profesional).

Albert Thibaudet hacia una distinción, nada inútil, cuando al tiular de uno de sus libros, El leedor de novelas, oponía lector y leedor; el lector es el que de vez en cuando lee; el leedor es el que lee profesionalmente. Pero considero que podemos verlas cosas de manera algo distinta. Leer profesionalmente, según Thibaudet, en ocasiones resultaba ser un procedimiento singular. Uno de mis amigos que acababa de publicar un libro y enviarlo a los críticos (le envió un ejemplar con dedicatoria a Thibaudet)estaa en un tren que iba de Ginebra a París, frente a un personaje que él conocía pero que no le conocía y que era Thibaudet. En ese momento faltaban unas diez horas de camino, y Thibaudet traía una maleta, una buena maleta de agente viajero, bien grande, que no contenía más que libros. Durante todo el viaje, mi amigo aterrado vio cómo sacaba un libro después de otro, tomaba del bolsillo un gran cuchillo, cortaba tres o seis páginas, las leía e inmediatamente tiraba el libro por la portezuela. Una veintena de volúmenes habían ya sufrido esa suerte, y ya pueden imaginar ustedes la cara de mi amigo esperando ver salir su propio libro, que afortunadamente no estuvo en esa maleta.

En este caso, el “leedor” es un “lector” que sufre una deformación profesional. Pero, por mi parte, creo que hay otra categoría de leedores, y que esta bella palabra también puede aplicarse a quien es lector por vocación. Y he aquí a lo que quería llegar: considero que la lectura es ante todo una vocación. Hoy en día hacemos grandes esfuerzos por difundir nuevamente el libro, por ponerlo a la disposición de quienes hasta ahora no han tenido acceso a él: Roland Barthes tenía razón cuando dijo que no se puede hablar seriamente de la lectura, como en general de todos los hechos de cultura, sin preguntarse no sólo lo que son en su calidad propia, sino también lo que son en su difusión posible. Por consiguiente, existe siempre un problema social respecto de la cultura, y debemos hacer todo lo posible para que el libro esté a disposición del mayor número de gente; y todavía hace falta que quienes se ocupan de cultura popular, de lectura popular, sepan orientar sus esfuerzos. Pero se equivocan cuando piensan que, para que el libro sea accesible a los nuevos lectores, es necesario rodearlo de todo tipo de explicaciones pedagógicas. Éste es, de hecho, el gran error de esas empresas; podrían citarse mil ejemplos. Por lo menos, todos nosotros podemos cuestionar nuestra lectura personal o incluso observar a la gente que hasta ahora no leía y que entró en contacto con la lectura. No creo que la primera chispa se haya encendido jamás a partir de la explicación del libro. Si alguien se siente conmovido por la poesía, no se debe a que antes se le haya dicho cómo debe leerse la poesía sino a que un día se encontró frente a un texto, que antes le era totalmente inaccesible: recuerden ustedes las primeras lecturas que les parecieron importantes. En todo caso, para mí, puedo decir que los textos que me atrajeron, me apasionaron, me impresionaron, los textos a los que no pude resistir y que luego quedaron como los grandes libros de mi vida, todos fueron textos de los cuales al principio no entendía nada. Recuerdo, por ejemplo, las primeras páginas de Proust que leí y que se publicaron en la Nouvelle Revue Francaise en 1919; ya no me acuerdo del título exacto, pero era algo así como “De los progresos del olvido y de la congoja”, un título muy largo. Ese texto analizaba el amor, los celos por Albertine, y constantemente hacia referencia al antiguo amor del héroe por Gilberte: quien no había leído Swann no podía entender absolutamente nada de las relaciones de estos dos personajes, tan mezcladas con recuerdos. Además, la escritura de Proust, aunque hoy en día uno ya no se dé cuenta, era extraordinariamente difícil porque era tan novedosa. Y bien, esas páginas en las que me sumergí de inmediato –desde el principio, ya no supe dónde estaba- pero que leí hasta el final y releí diez veces sin comprender nada son páginas que me fascinaban. Tenía la impresión de penetrar realmente en ese universo tan particular en el que sólo se puede penetrar a través de la lectura.

Podría citar muchos otros ejemplos: conocí a alguien de origen absolutamente popular, que sólo estudió uno o dos años de primaria, donde no aprendió a leer, pero que mucho después, habiendo aprendido por sus propios medios, no conocía más que la literatura de los puestos de periódicos de las estaciones de tren (novelas populares o policíacas). Un día, por la mayor de las casualidades, abrió un libro que no era sino las Obras de Rimbaud, quedó fascinado ante lo inaccesible de un texto verdadero, y desde ese momento se abrió a la poesía, a la búsqueda de otras obras, y llegó así a la cultura: después de un descubrimiento y no a partir del loable esfuerzo de los pedagogos y de los críticos que somos nosotros.

Pero una vez más, recurriendo a la anécdota, quisiera insistir aquí en otro aspecto de la aventura del leedor. El “leedor”, como decía, es un hombre que tiene la vocación de leer. En mi opinión, esto no le confiere ningún tipo de superioridad: hay gente que tiene otras vocaciones; hay gente que no leerá jamás y que no vale menos que los que son “leedores” casi de nacimiento. Pero lo que le sucede al leedor no es sólo que despierta con las impresiones de la lectura, que de pronto se enciende la chispa, sino también que la lectura es determinante para él, que constituye un acontecimiento en su vida, que algún libro habrá orientado su existencia y la habrá desplazado de donde estaba para encaminarla por nuevas rutas.

Y ahora permítanme hablar de lo que sucedió en una época de mi vida. He pensado en ello durante estos días porque, junto con Bernard Gheerbrant, estamos a punto de terminar los cuatro primero volúmenes de una edición de Hoffmann y esto me ha llevado a ciertas lecturas que fueron muy queridas para mí cuando tenía veinticinco y treinta años. En aquella época me dediqué por completo al romanticismo alemán y, debido a todo mi trabajo y mis estudios acerca de ello, se podía incluso pensar en que yo era un germanista. No es así, pero voy a tratar de contarles muy brevemente por qué azares me convertí en un “lector” apasionado de los románticos.

Esto se remonta –y por eso creo en una especie de predeterminados en los encuentros que tenemos con ciertos libros que son los libros que nos hacían falta-, esto se remonta ante todo a un recuerdo de mi infancia. Me encontré a la edad de trece años –ya entonces leía mucho- con el nombre de Jean Paul, al mismo tiempo en Balzac, que con frecuencia cita sus pequeñas máximas (porque en la época romántica se publicó en Francia un libro de máximas tomadas de su obra), y en Stendhal donde lo encontré en un epígrafe de un tomo de La Chartreuse de Parme, por cierto bajo un pensamiento que nunca fue de Jean Paul; ya saben ustedes que Stendhal es de este tipo de leedores que con toda tranquilidad recrean lo que leen a tal punto que con frecuencia hacen una cita y la firman con un nombre de moda, aunque esa cita sea totalmente de su propia cosecha. El nombre de Jean Paul citado así me pareció extraño, misterioso, un hombre a quien se llamaba por sus dos nombres, ¡como Juan José! No tuve el valor de preguntar a mi alrededor, ni a mis padres, ni a mis profesores, de quién se trataba. Pensé que era algo que uno debía saber, que era alguien muy conocido. En vano consulté diversas enciclopedias: bajo Jean no decía nada, bajo Paul tampoco, y me quedé con mi Jean-Paul, autor de algunas máximas, por cierto no muy maravillosas, convencido de que era alguien muy respetable. ¿Sería acaso un sabio de las Indias o de China, o tal vez un escandinavo, porque en la obra de Balzac los sabios muchas veces son escandinavos? Pensé entonces que algún día llegaría a adquirir esos conocimientos, pero que antes debería leer mucho, porque ese dato estaba en la cima de toda cultura. Tal vez, cuando tuviera alrededor de cincuenta años lograra llegar a conocer a Confucio y a Jean-Paul. Después pasaron los años, y llegó la guerra de 1914; rechazamos los cursos de alemán en el Liceo y, por lo tanto, tampoco tuvimos cursos de literatura alemana. Hice estudios distintos, llegué a París, me dispersé mucho, era un leedor de tipo voraz, ávido, y por lo tanto un poco inútil. Finalmente, y porque estas lecturas me habían atiborrado, fatigado, desorientado, entré como vendedor en una librería de Batignolles que vendía libros de ocasión; y, ahí en lugar de leer, vendía los libros y escuchaba a la gente que sí los leía, lo cual no siempre era muy estimulante. Para resumir, un día me subí en una escalera para ver los libros cubiertos de polvo en el estante más alto y me encontré unos libros alemanes. Debo decir que aprendí el alemán en la infancia y ya casi lo había olvidado por completo.


Despreocupadamente miro un libro y de pronto veo a Jean Paul. ¡Mira nada más!, me dije, entonces era un alemán, y me regresó el recuerdo de toda la infancia. Bajé el libro, busqué un diccionario, intenté leer y no entendí nada. Hay sólo una cosa que se puede hacer cuando no se entiende un texto extranjero y es traducirlo con un diccionario, y tuve que traducir todas las palabras excepto el verbo ser; traduje entonces algunas páginas de ese libro. El héroe correspondía bastante bien a lo que era Stendhal, el tipo de lector activo y creador. Era un instructor de provincia, de Baviera, demasiado pobre para comprar libros y, como quería tener en su casa las grandes obras de la humanidad cuyos títulos conocía, tomaba unos cuadernos, les ponía un título conocido (por ejemplo La nouvelle HéloiseI, y luego llenaba el cuaderno con un texto que él mismo inventaba. Así logró tener su biblioteca de grandes obras, maravillosas imagen de lo que puede ser un hombre ávido de lectura. Este, por lo menos, tenía la vocación.

No hubo más que este encuentro. Una vez que traduje el libro, pude por fin leerlo, y me trastornó lo que estaba leyendo: era un texto surrealista, con algunas características del estilo de Giraudoux. No sabía nada del autor; había traducido palabra por palabra y me encontré de pronto trasladado a una experiencia que era una experiencia poética, tal como la que vivía mi generación y en la que yo había participado un poco. Les cuento esta historia porque me llevó muy lejos. Después de haber leído esas pocas páginas, me precipité a todas las librerías y pedí traducciones de Jean-Paul, luego de Hoffmann y de otros románticos alemanes; y cuando no encontraba la traducción, los leía en alemán y con dificultades intentaba entender. Al cabo de un año, estaba sumergido en ese universo del romanticismo alemán a tal grado que busqué un empleo en Alemania y fui a una universidad alemana, con la intención de ver quiénes eran estas personas extraordinarias, estos alemanes que habían vivido la aventura poética que en Francia es la aventura poética del siglo XX. Salí por un año, pero me quedé cinco para leer toda esta literatura; traduje mucha; incluso terminé escribiendo sobre ella un libro muy largo, y me encuentro ahora –un poco por culpa de Bernard Gheerbrant- dedicado a la traducción de Hoffmann. Así, a lo largo de veinticinco o treinta años de mi vida, el encuentro con una lectura que produjo la chispa decidió muchas cosas para mí. Y si quisiera dar cuenta completa de esa experiencia, debería entrar en una confesión que sería algo indecente en público, y decirles cuántas cosas de mi vida más íntima dependieron de ese encuentro, de estos encuentros, de estas lecturas.

¿Qué se puede concluir de una experiencia tan trivial, pero que considero que debo relatar? Más vale relatarla que intentar convertirla en teoría. Y bien, pienso dos cosas: por una parte, no hay lectura más fecunda que la que al principio no se comprende y, por otra parte, la lectura de un leedor verdadero no es una lectura de diversión, no es algo aparte de la existencia, no está al margen de las experiencias de la vida, algo que pertenecería a la superficie; no, para nada: la lectura del lector se ubica entre los sucesos de su vida, contribuye a crear su persona verdadera, hace de esa persona lo que antes no era. Lo que somos en la actualidad está compuesto sin duda de encuentros humanos, de accidentes de todo tipo, de nuestras miserias y nuestros éxitos, pero también, en un grado inapreciable, en un grado inmenso, de los libros que hemos leído, de los libros que se han convertido en nuestra propia sustancia. (Intervención de Albert Béguin en la reunión de la Sociedad de Lectores, París, 10 de febrero de 1957.) Traducción de MÓNICA MANSOUR Selección y notas de PIERRE GROTZER


Enviado por: Óscar González y Gabriel Cataño