lunes, 28 de noviembre de 2011

Presentación de la Muestra Poesía en Medellín 1950-2011



Por: Omar Castillo
Medellín. Colombia

El libro Muestra poesía en Medellín 1950-2011 es posible por varios motivos. El primero de ellos es el compromiso de cuatro publicaciones literarias de la ciudad de Medellín de reunirse alrededor de un proyecto y sacarlo adelante. Esto sin ignorar las diferencias que dan carácter a cada una de estas publicaciones, todo lo contrario, haciendo de estas diferencias una fuerza para asumir la tarea que semejante empresa involucraba. Las revistas Punto Seguido, Interregno y El transeúnte, convocadas por la revista Prometeo, se reunieron y llegaron al acuerdo de asumir el reto de mostrarle a la ciudad, al país y al mundo la poesía escrita desde 1950 hasta 2011 por poetas vivos que, nacidos en distintos puntos de la nación, residen en Medellín. El segundo es la acogida que los poetas le dieron al proyecto de hacer la Muestra, de los 66 convocados 60 respondieron de forma franca, apostando, con la diferencia que la obra de cada uno propone, al fortalecimiento de la tradición poética de la cual hacen parte, ya en sus fundaciones, ya en sus rupturas. El tercero es la participación de Consuelo Hernández y Óscar Castro García con sus respectivos ensayos introductorios sobre los poetas y sus poemas en la Muestra. Ensayos donde intentan aproximar a los lectores a un abierto diálogo con la escritura de sus poetas, pues éstos escriben desde el ímpetu y la zozobra que produce una ciudad que no termina de construirse ni en el carácter de su ser humano, ni en la infraestructura de su comportamiento urbano. Y el cuarto la credibilidad por parte de Confiar Caja Cooperativa en un proyecto como éste. Su confianza y aporte hace que el libro Muestra poesía en Medellín 1950-2011 sea un hecho.

Lo más lamentable que le puede suceder a una tradición es que la quieran homologar, convertir en uniforme para una única visión de la realidad. Una tradición, igual que una nacionalidad, se nutre de diferencias, de aciertos y contrariedades, es el reflejo vivo de la penumbra y la luz comportándose para la existencia, aun de la muerte. En Muestra poesía en Medellín 1950-2011 se reúnen muchas de las voces que en los últimos 60 años dan vigor a la tradición poética de Medellín y de Colombia. En ella hay poemas para todos los gustos o disgustos, es poesía plural y diversa, por lo mismo representa la trama por donde suceden los habitantes de la ciudad, de la nación. También es un libro que permite a los poetas y al lector relacionarse con las voces de poetas de años anteriores a los recogidos por la Muestra y, al mismo tiempo, presagiar las voces de los por venir. Éste libro es un motivo para celebrar la poesía de los 60 autores en él incluidos, el encuentro de sus voces dialogando en el escenario de las 384 páginas que componen su edición. Es también momento para convocar la atención de los lectores sobre la poesía que escriben sus poetas y, por este medio, establecer los puentes necesarios para comunicar las visiones, tanto de los poetas como de los lectores, de la realidad que a todos compete. Las palabras permiten apropiarse de los imaginarios que los individuos y la comunidad creen posibles para la existencia. Las palabras también permiten zafarse de los imaginarios ideados para someter la humanidad a la indignidad y la muerte usurera.

domingo, 24 de julio de 2011

LA ESCRITURA: El Bosque de los Laberintos y los Espejos. Iván Darío Carmona

LA ESCRITURA:
El bosque de los laberintos y los espejos

Iván Darío Carmona Aranzazu


Introducción

“pienso que lo que me obliga a escribir es el miedo a
Volverme loco. Sufro una aspiración ardiente, dolorosa,
que perdura en mi como un deseo insatisfecho”.

Georges Bataille


La escritura ha estado siempre emparentada con la locura, con un decir que va más allá de las palabras. En las palabras se dibujan horizontes, líneas de fuga por donde hasta el mismo ser se nos escapa: Allí donde esencialmente un hombre guarda silencio, escribe. No se llega al silencio por ausencia de palabras o a la escritura por incapacidad en el nombrar, sino porque aquella experiencia donde un hombre intenta llegar al fondo de sí mismo y de las cosas produce una insatisfacción que sólo es posible expresar a través del silencio o de la escritura. De esta manera, en la expresión de Bataille, logramos descubrir la escritura como una necesidad que está más allá de la razón o de la necesidad de comunicar algo. La escritura se da en un espacio de interioridad absoluta, algo parecido a la memoria que deja una cicatriz en el cuerpo, es la huella de un acontecimiento que se repite siempre a través de una voluntad que le es propia: El gesto de escribir potencia la fuga dándole coordenadas a los acontecimientos de un hombre, de una vida; convirtiendo toda escritura en un acto de gestualidad.

Cuando las palabras se agotan en sí mismas, cuando ya no nombran lo esencial, cuando empiezan a sonar vacías y lejanas, cuando sólo frecuentan los lugares comunes, aparece la escritura como la posibilidad de viajar, de explorar, de mudar de piel, de conciencia, de historia, de cuerpo; como en La Metamorfosis de Kafka donde asistimos, desde la escritura, al extrañamiento de una conciencia. Quién dudaría de que en Gregorio Samsa habita un Kafka fugado de sí mismo, extrañado de sí mismo: Aunque puede ser que esto sólo sea un invento producido por nuestra manía interpretativa, como alguna vez lo denunció nuestro Nóbel García Márquez, de una manera u otra sabemos que sólo es posible a través de la escritura. Da lo mismo si somos lo que soñamos o soñamos lo que somos, el orden de los factores no parece alterar el producto, de una manera u otra Madame Bovary es Flaubert y Flaubert es Madame Bovary; no es un problema de identidades sino de territotrialidades.

Por otra parte sabemos que el ejercicio de la escritura posibilita la pausa para pensar, es la distancia entre una palabra y otra la que le proporciona el tono y la musicalidad a la escritura. La filosofía, artesanía del pensamiento, realiza su tarea desde la escritura. Es a través de este ejercicio que el pensar adquiere madurez y vitalidad, es en el taller del escritor donde los pensamientos se dibujan en largas horas de combate con las palabras. Entre la superficie del papel y la tinta muestran su deseo, su voluntad de ser conceptos, de ser imágenes del pensamiento. El filósofo está condenado a la escritura, la sola contemplación de sus ideas no le basta, los pensamientos deben andar por mucho tiempo entre bosques, laberintos y espejos para poder significar algo, para que su sentido se descubra en los límites mismos de la existencia. Esta es una de las verdades irrefutables de nuestro tiempo: una idea existe en la medida en que está escrita y puedo volver sobre élla una y mil veces.

Bataille escribe por el miedo a volverse loco, por el miedo a ahogarse en su propia experiencia, por el miedo al silencio que precede a toda verdad. Paradójicamente la escritura, espacio de la locura, es quien lo libera de perecer en ella, no lo sana pero lo justifica. En el pensador la escritura es un dolor, es aquello que arde en los contornos del adentro, lo pone frente al espejo de su soledad; de este lado el pensador, del otro su pensamiento más solitario, su experiencia única e irrepetible. Por eso Bataille dice sangrar al leer a Nietzsche el que escribió con sangre; esto es algo más que una metáfora, ambos pensadores están ubicados en el paralelo cero del pensamiento, entre la vida como experiencia y como escritura, como anécdota y como relato. El pensamiento está unido a la escritura, pensar es escribir y sólo escribe quien ha vivido o está ávido de vida, quien ha transformado la experiencia en pensamiento y este en escritura; en trazo fino y delicado, en un arte. Pensamiento de viajero es el del filósofo, pensamiento nómada que recorre los mas variados lugares de la geografía de una existencia humana. Entre desiertos, extensas llanuras, bosques, volcanes y montañas divagan pensadores en busca de pensamientos tan profundos como las que encontramos en las sutiles líneas de una mano. La superficie alberga profundidades que rompen la quietud de los seres, que producen turbulencias en la mar quieta y callada de nuestra conciencia, sólo allí se hace visible el silencio.

Quien piensa, sueña y escribe y por eso cree enloquecer. Pero la locura es un arte que sólo le está revelado a aquellos que ya no piensan, ni hablan, ni escriben, sólo a aquellos que contemplan, que parecen perderse en el horizonte, que se reconocen fugados del ser y de sus circunstancias. Escribir es un puente tendido entre mis fantasmas y yo, entre mis posibilidades de ser y mi negación de ser, no entre el ser y la nada sino entre Sartre y yo, es decir entre una escritura y el espejo humano que la recibe. Pensar es escribir, escribir es negarse a simplemente pensar, pues quien piensa a través de la escritura inventa lo humano, el artificio para salir de la animalidad, inventa la filosofía, el arte, la cultura; porque ninguna escritura logra justificarnos sin antes habernos condenado en algún momento.

Tal vez por eso Artaud tenía razón cuando decía que escribir es una mierda, porque la escritura saca a flote nuestra pelea, porque descubre nuestro pensamiento, porque devela nuestros deseos más íntimos, porque en élla siempre naufragamos, nos hundimos y cuando salimos a flote ya no somos los mismos que éramos o por lo menos, ya es posible que encontremos un nuevo pensamiento ocupando el lugar del viejo: Pensamiento que escribe, escritura que anula el pensamiento, juego de malabarismo entre el hombre y su sombra que da como resultado la huella, la escritura como un desplazamiento hacía lo neutro, hacía el grado cero de toda escritura, el grado donde la memoria de una cultura se construye desde la fantasía, desde la invención de sus héroes, desde la creación de una épica que se humaniza a través de sus amores y sus odios.

Decía Michel Foucault en un acto de soberanía y de reconocimiento de la fragilidad del pensamiento humano: “Más de uno como yo sin duda escribe para perder el rostro. No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra documentación. Que nos dejen en paz cuando se trata de escribir” . La escritura registra esa variabilidad sutil de un deseo moviéndose a través de la historia, ya no es en la memoria donde se guarda con celo el botín preciado de la imaginación, donde se reconstruye con fidelidad verso a verso la saga heroica de lo humano. Es en la infiel y juguetona escritura donde se registra la amnesia total de nuestros actos: En este sentido la escritura produce un olvido doble porque es primero olvido de la realidad y luego creación de la realidad desde el olvido. Perdemos el rostro pero nos inventamos otro, uno de papel y tinta. En esta medida, nuestra identidad es la sumatoria de todos los rostros que hemos devenido a lo largo de la vida, de todas las voces que nos han convocado, de todos los silencios que han invadido nuestras noches en nombre de alguna escritura. Como lo expresa claramente Susan Sontag en su ensayo “Escribir”:

Escribir consiste, a fin de cuentas, en una serie de licencias que uno se da a sí mismo para ser expresivo en ciertas formas. Para inventar. Para saltar. Para volar. Para caer. Para encontrar tu propia manera de narrar y de insistir; o sea, para encontrar tu propia, íntima libertad. Para exigirte, sin desollarte demasiado. Sin detenerte a releer con demasiada frecuencia. Permitirte, si te atreves a pensar que fluye bien (o no del todo mal), sencillamente continuar remando. Sin esperar el impulso de la inspiración


Llama la atención como la escritura deviene acción: Saltar, volar, caer, etc. y a renglón seguido como esa acción permite el narrar y el insistir en la búsqueda humana de la libertad: Sólo de esta manera podemos entender que el escritor se permita ciertas licencias y que éstas no sean más que la necesidad de ponerse en camino de sí mismo, esa es la intimidad que se juega en todo acto de escritura, en todo acto de creación. Toda escritura es trabajo, es insistente reformulación de las categorías que legitiman el doble rostro de lo humano, casi animal, casi Dios. Animalidad y divinidad como los rastros míticos de una primera escritura, escritura de un Dios en las formas multicolores de la naturaleza. Según Borges, en las rayas del tigre: Escritura de un casi hombre en las paredes de inmensas cavernas que como templos guardan aún los signos de los tiempos, allí donde se borran el principio y el fin de un circulo, de la circularidad misma.

Según Sontag, en su texto “La escritura en sí misma: acerca de Roland Barthes” se escribe para expresar la libertad: “Para Barthes, no es el compromiso que la escritura adopta con respecto a algo exterior a sí misma (un objetivo social o moral) lo que hace de la literatura un instrumento de oposición y subversión, sino una determinada práctica de la propia escritura: excesiva, juguetona, intrincada, sensual, el lenguaje que no puede nunca ser el del poder” . Escribir está siempre en el afuera, señalando la oposición, es la noche crítica, lo que se oculta en las sombras pero que resulta ser la verdad tras el trono de la luz. Todo en la escritura es gratuito y libre, es el resultado de un desprenderse de la palabra, de un ejercicio de deconstrucción sobre los significantes más fundamentales de la cultura; de esto se desprende aquella lógica donde se afirma que la escritura subvierte el orden que el habla ha instaurado; todas las normas y reglas del habla, del buen uso de la lengua negadas por el orden caótico de la escritura: Sin embargo es paradójico que se permita hablar de cualquier manera y sea un delito grave de estilo la más descuida de las escrituras. “Entonces ¿se supone que soy lo que escribo? ¿Ni más? ¿Ni menos? Pero todo escritor sabe que eso no es cierto. Escribo lo que puedo: es decir, lo que se me da y lo que al parecer merece la pena escribir, para mí” .

¿Qué es entonces la escritura? Arriesguemos esa definición en la deconstrucción de una simple metáfora: La escritura: El bosque de los laberintos y los espejos. Intentemos armar este edificio desde la comprensión de los cimientos que los configuran; tal vez en cada uno de estos aspectos reconozcamos la totalidad de esta experiencia o incluso, es posible, que descubramos que la metáfora en vez de armar, desarme, que en vez de significar haga perder el sentido posible y se transforme en una absoluta negación de su ser, en una trampa para sí misma, de todas maneras, si esto fuera así, estaría justificado este ejercicio, esta escritura.

1. EL BOSQUE
“Un bosque es para usar una metáfora de Borges (…), un jardín cuyas sendas se bifurcan. Incluso cuando en un bosque no hay sendas abiertas, todos podemos trazar nuestro propio recorrido decidiendo ir a la izquierda o a la derecha de un cierto árbol y proceder de este modo, haciendo una elección ante cada árbol que encontremos” . Un bosque es un laberinto abierto, de la misma forma que un laberinto puede ser asimilado a un bosque cerrado. En la tradición literaria de todos los tiempos, el bosque ha sido privilegiado como escenario de aventuras. Allí se instalan los más reconocidos cuentos infantiles y las más impresionantes e inverosímiles sagas de pueblos heroicos que intentan liberarse del yugo de otro pueblo e incluso de otro mundo opresor.

Caperucita roja no se perdió en el bosque, ella conocía perfectamente el camino, dejó que el Lobo eligiera por ella la derecha o la izquierda después del árbol, aceptó el juego del camino largo y el camino corto; en el bosque se puede jugar y aceptar el riesgo del azar, en el bosque tarde o temprano se pierde la inocencia. Existe un bosque para el Lobo y otro para Caperucita, dos bosques que encuentran su punto de cruce en la casa de la abuela. Toda abuela es una fuente de historias, es la memoria de aquello que fue el bosque, de aquellos miedos y verdades que se ocultan en él, es la historia narrada fantásticamente, es una fuente inagotable de personajes y anécdotas. Caperucita y el Lobo tenían ansias de historia, hambre de escritura, la cesta era el ardid de Caperucita, el juego de carreras el del Lobo, ambos conocen el desenlace, ambos se comieron entre sí, y eso que aún no se conocían las telenovelas mexicanas y venezolanas. Tanto que el propio escritor tuvo la necesidad de aparecer en forma de cazador para deshacer esa muñeca rusa en la que se había convertido la historia. Poco importa si esta o aquella versión es la verdadera o no, toda escritura no es más que un pretexto de la misma manera que todo asunto es susceptible de convertirse en escritura.

“Aquí está el bosque que aparece en los cuentos, un bosque poblado de lobos que devoran a los seres humanos, un bosque habitado por brujas y gigantes, pero en el que también mora el gran cazador; y aquí está el seto de rosas que rodea a la bella durmiente, a la sombra del cual se detiene el tiempo. Aquí están, en fin, los bosques germánicos y celtas, como el Soto de Glásir, donde los héroes vencen a la muerte, y está también Getsemaní con sus olivos” . En el bosque se esconden espíritus, se ocultan voces, seres de la naturaleza, la misma naturaleza es representada como un gran bosque, como un gran ser que da origen a todo y que es el sentido mismo de las cosas; el bosque tiene espíritu, es el espíritu mismo de la naturaleza. En los cuentos infantiles el bosque representa el laberinto donde podemos perdernos, el lugar que hay que atravesar, el obstáculo que nos impide llegar al lugar del tesoro. En el bosque hay miedo, hay oscuridad, hay ojos que miran sin ser vistos, criaturas extrañas, maléficas, pero también encontramos allí a los seres sabios, los que guardan los grandes enigmas, el gran secreto que otorga la vida, el permiso para pasar al otro lado y dar fin a la aventura. En el mismo texto de Ernest Junger, se dice: “el bosque es un lugar secreto es lo que en alemán se dice heimlich. Esta palabra es una de esas que contienen simultáneamente dos significados opuestos. Lo secreto es aquello en que se puede confiar; es la morada bien abrigada, el bastión de la seguridad. Pero es también lo recóndito y escondido y este sentido se aproxima a lo inquietante y siniestro” .

En el cuento de Hansel y Gretel los niños se internan en el bosque, emprenden una aventura, no importa para este caso de qué huyen o hacía qué van. El hecho es que el bosque representa un peligro, lo desconocido, aquello que está lleno de malas noticias, de peligros detrás de cada árbol, de malos presagios; además porque el paseo por el bosque es lo prohibido, el bosque es el afuera del hogar. Los niños emprenden una aventura al corazón del bosque. Conocedores del laberinto que éste representa, van trazando el camino que les servirá de regreso con migas de pan, ambos son Teseo conducidos por el hilo de Ariadna, pero está huella es frágil y termina siendo borrada por la propia naturaleza. En el bosque la ingenuidad se castiga, en el laberinto se necesita sumarle al ingenio, la fuerza; los niños eligen un camino que los conduce al espejismo, una casa de chocolate, centro del laberinto, donde se esconde una malvada mujer, Minotauro del bosque, alguien que quiere devorarlos. La casa es el bosque dentro del bosque, es el oasis en el desierto, el lugar más bello donde se oculta la maldad, en ningún lugar se está más expuesto que allí. La bruja no se presenta en medio de los árboles del bosque sino en el afuera-adentro del bosque, algo así como una embarcación naufragando en puerto después de haber cruzado la inmensidad del océano. Al final el buen corazón de los niños, no su inocencia, se convierte en el Hilo de Ariadna que los saca del bosque y los devuelve al centro de su hogar, donde el fuego sirve de límite, de muralla contra el mal; sólo el fuego puede exorcizar la cercana lejanía de la presencia del peligro y de la maldad que se aloja en el centro del bosque.

A Robin Hood, el bosque le da abrigo. Exilado de las praderas, los castillos y la ciudad, hace del bosque su hogar y del laberinto que este representa su protección, su muralla contra el poder del tirano; sale y entra del laberinto con facilidad, pero está condenado a regresar, no puede estar por mucho tiempo fuera del bosque. El bosque que es el afuera para los demás, es el adentro para él y sus seguidores, es el jardín de senderos que se abre, pero mientras más abierto en sus posibilidades de recorrido, más enigmático; se abre y se contrae, es una oruga en movimiento. El bosque hace de linderos de la ciudad, el rey y sus ejércitos lo bordean, lo eluden, presienten la bestia que se aloja en alguno de sus centros, lo temen como a una geografía desconocida: Sin embargo Robin Hood, el Minotauro que se aloja en el centro, los atrae, los invita a su telaraña; en este caso el bosque es el hogar de los renegados y de los subversivos, de aquellos que estando fuera de la ley representan la justicia, el ideal de una sociedad equitativa. La bella Mary Ann es Pasifae enamorada del toro, seducida por él, por su soledad, por su trágico heroísmo. Al final el bosque triunfa sobre la Villa, el bosque se extiende hasta las praderas y los Castillos, el adentro se repliega en el afuera.

En muchas otras aventuras, el bosque representa el gran escenario, el punto gordiano de una travesía. Los héroes, grandes y pequeños, deben atravesar el bosque, no habitarlo, servirle de huéspedes indeseados, atravesarlo con una misión, recuperar lo humano que se presume adormilado al otro lado del bosque, transportar el símbolo del mal, arrojarlo fuera de este mundo, en los confines, siempre al final de un bosque triste, desolado, agreste. Héroes como los de “La historia sin fin “o “El Señor de los anillos” nos muestran que la amenaza es contra la humanidad y que sólo una comunidad de elegidos puede salvarla y escribir de nuevo la historia, pero no sin haber salvado antes la vieja historia que siempre se encuentra escrita en algún pergamino, en las palabras misteriosas de alguna esfinge o en la escritura secreta de algún objeto que ha perdido su ser divino y ahora se encuentra poseído por algún maleficio; se trata de restituir alguna vieja escritura y con esta el sentido real de la vida.

En aquellas historia; la tristeza invade a la humanidad, la misma que se ve reflejada en el estado actual del bosque, pues parece más un pantano donde los árboles lloran, donde el bosque ha perdido su vitalidad, su ser naturaleza: Los árboles son aquí el Minotauro y el héroe o comunidad que hace las veces de éste lucha por no dejarse invadir por esta contagiosa desolación, por esta epidemia. Por el contrario, debe resistir y pasar al otro lado, no quedarse habitando la soledad y el encierro de los árboles que tienen como objetivo cercar todo ser que lo cruce. En “La Historia sin fin” la esfinge que custodia la entrada al bosque, permite muy a pesar suyo el paso hacía el laberinto, confiando en que el héroe, indefectiblemente, se perderá en él y ese será el castigo a su osadía. El canto de los árboles, como sirenas odiséicas, ha arrebatado la razón a muchos hombres, pero ha devuelto la humanidad a otros tantos. En otras sagas épicas son un ejército de amigos-enemigos que tienen voz propia, que cantan, que lloran, que ayudan, que obstaculizan, que aman, que odian. Sólo evadiendo a la sinrazón, venciendo su fuerza maléfica, es posible restaurar el estado de naturaleza, el orden del cosmos. Sólo de esta manera es posible volver a instituir la divinidad y alegrar el alma de los hombres. El bosque oculta, esconde, pero también muestra lo evidente; es el caso fundamental de Hamlet quien en su mente exaltada empieza a habitar un inmenso bosque de fantasmas, escucha sus voces, sus quejas de las cuales sólo es posible que broten monólogos, algo así como diálogos laberínticos, diálogos con la bestia que habita en el centro de su ser. Es por ello que ríe y llora desarticuladamente, porque sólo a él le es audible la voz que emerge del centro de sí mismo, esa risa es el Hilo de Ariadna que le permite un contacto con el afuera de los otros, con la cultura.

“Por un bosque se pasea. Si no estamos obligados a salir de él a toda costa para escapar del lobo, o del ogro, amamos detenernos, para observar el juego de la luz filtrándose entre los árboles y jaspeando los claros, para examinar el musgo, las setas, la vegetación de la espesura. Detenerse no significa perder el tiempo: a menudo se detiene uno para reflexionar antes de tomar una decisión” Nietzsche encuentra en un paseo por el bosque de Sils Marías su pensamiento más fundamental, el gran soporte de su filosofía; intuyó al Minotauro en el centro, escuchó la voz de su propio pensamiento, fue asaltado por sí mismo hasta la locura; el bosque logró atraparlo aún fuera de él, nunca logró salir de él, de su asombro. Sólo a través del aforismo, como Hilo de Ariadna logra una huída temporal, la escritura es el Hilo de Ariadna que le posibilita salir del bosque-laberinto de su pensamiento, el aforismo son las alas de Ícaro que legitiman su fuga, pero que también lo acercan al incandescente sol. Es el murmullo daimónico del bosque.

2. EL LABERINTO
“Durante siglos, Dédalo ha representado el prototipo del artista científico: ese fenómeno humano curiosamente desinteresado, casi diabólico, por encima de los lazos normales del juicio social, dedicado a la moral no de su tiempo sino de su arte. Él es el héroe de los caminos del pensamiento, de corazón entero, valeroso, lleno de fe en que la verdad, cuando él la encuentre, ha de darnos la libertad” . Todos somos de alguna manera herederos del gran mito del Minotauro, de Teseo, del laberinto, hijos de un artificio, de un ingenio, de un engaño o del arte de pensar como arquitectónica. Lo más cercano al arte de escribir es el juego propuesto por el laberinto, es el arte o el juego donde se nos propone pasar al otro lado sin perdernos, es la gran aventura de Ulises en el laberinto abierto de la mar, es el no poder estar de regreso a casa aunque se emprenda el camino una y otra vez. Sólo la red tejida por Penélope, haciendo de Hilo de Ariadna, sólo la insistencia de su memoria lo trae de regreso, le permite la salida del laberinto; la escritura es memoria en el olvido, es historia desecha y vuelta a construir.

¿Qué representa para nosotros el laberinto? El laberinto es nuestra realidad, las circunstancias en que se nos presenta la existencia, ese sinnúmero de avatares sobre los que decidimos cotidianamente. El laberinto es la caja hermética llena de entradas y salidas, y donde ninguna de ellas representa la salida o la entrada definitiva hacia el afuera. El laberinto es asfixiante en la medida en que soñamos con salir de él, en la misma medida en que obsesivamente lo negamos como realidad, es precisamente este carácter de insoportable repetición lo que permite que el hombre construya paradójicamente fantasías, esperanzas, paraísos. Es urgente aprender a usar el laberinto, aprender a reconocer sus rincones, sus falsas entradas y salidas. Debemos jugar y perdernos, la realidad es contundente y desconocerla es correr el peligro de ser aplastados por ella. Por lo tanto, lo primero que estamos obligados es a conocer la realidad, a reconocer nuestra condición humana en cada uno de sus fragmentos. La existencia es un laberinto y los hombres, habitantes desafortunados de aquel artificio. Sólo en calidad de héroe trágico el hombre es capaz de desplazarse por el laberinto y enfrentar su propio destino, su fortuna, su realidad. Enfrentar este destino significa armarse del ingenio artificioso de la creación, de la escritura como herramienta infalible contra el pesimismo, un hombre que escribe no está solo ni siquiera en el más absurdo y fatal de los exilios.

El laberinto es el más grande de los monumentos al ingenio humano, es la más grande construcción de la arquitectura humana, pero es al mismo tiempo la trampa mortal más inmensa, la cárcel por excelencia, el enigma de los enigmas; de la misma manera que la escritura es el exilio del habla, o la duplicación del habla que no es más que el silencio. Dédalo es encerrado con su hijo Ícaro en el laberinto construido por él, es aquí donde el laberinto se vuelve un bosque cerrado, un bosque amurallado, cada pasadizo conduce a otro y este en última instancia al mismo. Total, siempre nos encontramos en el lugar de donde habíamos partido, es el grado cero de la escritura, Madame Bovary soy yo, Escribo por el miedo a volverme loco, no hay mas atenuantes. Escribir es perderse, entrar en el laberinto y tener la ilusión de salir como Ícaro y su Padre impulsado por una alas enormes de cera, que no alcanzaron a ser derretidas por el sol porque ese día sólo había lluvia, la misma que le hizo perder el horizonte y lo obligó a aterrizar de manera súbita y forzada en una playa del Caribe, donde terminó convertido en un guiñapo de ángel o demonio, durmiendo en el corral de unas gallinas, olvidado de todos una vez pasada la novedad de haber encontrado una tarde en la playa a un señor muy viejo con unas alas enormes. Paradójico destino el de toda escritura, terminar siendo un simple mito, paradójico destino el de algunos mitos terminar siendo puro cuento.

Vamos al grano, al meollo del asunto. En el libro de Borges titulado “Elogio de la sombra” de Jorge Luís Borges encontramos dos poemas referidos al laberinto, dos momentos en los cuales el tema se despliega, se vuelve circularidad, se expande. En un primer momento es el propio Minotauro quien nos habla desde lo más íntimo de su padecimiento, escuchemos su confesión, su decir que alcanza a conmovernos;


EL LABERINTO
Zeus no podrá desatar las redes
de piedra que me cercan. He olvidado
los nombres que antes fui; sigo el odiado
camino de monótonas paredes
que es mi destino. Rectas galerías
que se cruzan en círculos secretos
al cabo de los años parapetos
que ha agrietado la usura de los días.
En el pálido polvo he descifrado
rostros que temo. El aire me ha traído
en las cóncavas tardes un bramido
o el eco de un bramido desolado.
Sé que en las sombras hay Otro, cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que tejen y destejen este Hades
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.


Se desnuda ante el espejo el Minotauro, presiente ese otro que lo aguarda en cualquier galería, se ha dado cuenta de que el laberinto es el infinito y que este no es más que un juego de espejos; en algún lugar del laberinto hay otro laberinto. En algún lugar del Olimpo hay otros Olimpos, él mismo es un Zeus decadente. Alguien escribió el libreto y lo dejó abandonado en medio de un desierto de ladrillo. El Minotauro presiente a Teseo, lo ve a través del espejo de su alma de monstruo, lo espera con ansía, resopla para llamarlo, para suplicarle que dé fin a su eternidad, pero su espera es triste porque sabe que el más aterrador de los laberintos es el tiempo, aquel que se consume sin consumirse, el mismo que se expande en cada partícula que muere.

Escuchemos ese otro poema que le sigue, contrastemos sus emociones, hagamos complicidad de esas sutiles y hondas diferencias. Ahora ya no es el mito quien nos habla, es un tú que perplejo escucha la razón clarividente del poeta que le anuncia el laberinto desde la intimidad de su ser. Aquí ya no somos espectadores, somos el laberinto mismo:

LABERINTO
No habrá nunca una puerta. Estás adentro
Y el alcázar abarca el universo
Y no tiene ni anverso ni reverso.
Ni externo muro ni secreto centro.
No esperes que el rigor de tu camino
Que tercamente se bifurca en otro,
Tendrá fin. Es de hierro tu destino
Como tu juez. No aguardes la embestida
Del toro que es hombre y cuya extraña
Forma plural da horror a la maraña
De interminable piedra entretejida.
No existe. Nada esperes. Ni siquiera
En el negro crepúsculo la fiera.


No habría mucho que decir después de este despliegue de imágenes tan conmovedoras. Borges nos hace evidente ese laberinto que se expande en nosotros, de la misma manera que Nietzsche nos anuncia desiertos; todo pensador es un profeta, en todo profeta hay un escribano dormido, un testaferro del tiempo. Jugamos a ser dioses. Nosotros unos animales recién domesticados por el fuego, nosotros unos hacedores de ruedas, engranajes y laberintos. Y es por ello que somos castigados con el recuerdo interminable de la fragilidad que somos, memoria que intentamos aliviar en los signos de una escritura, en los umbrales de un olvido que se repita tantas veces como círculos tenga el silencio de los ojos del tigre en el cual el Dios de la escritura marcó nuestro destino. Este tema del laberinto es obsesivo en Borges, se encuentra en gran cantidad de relatos, incluso en un texto escrito en prosa en 1985, “Los conjurados”, que en uno de sus apartes dice: “El hilo se ha perdido, el laberinto se ha perdido también, ahora ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos o un caos azaroso. Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontremos y lo perdamos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad” . El laberinto es ahora nuestro mundo conceptual, nuestra nada llena de teorías y saberes, ese nunca descifrarse de la filosofía, ese complejo mundo de lo que está por decirse y que se insinúa en nuestros escasos silencios.

No quiero salir de este asunto sin antes mencionar a Kafka y su laberinto cíclico de lo cotidiano, ese que se despliega en la casi totalidad de su obra, pero muy especialmente en “El Proceso”. Esa es nuestra idea contemporánea del laberinto, nuestra pesadilla, nuestro ser expresado hasta el absurdo, el sinsentido y la paradoja, esa es la gran radiografía, el diagnóstico de esa enfermedad que se llama burocracia. Tampoco puedo dejar de mencionar ahora esa maravilla de obra cinematográfica, ese virtuoso relato en imágenes que es “El ciudadano Kane” de Orson Wells. Laberinto de laberintos es la conciencia humana, la necesidad y búsqueda desaforada y deshumanizada de poder y de riqueza, laberinto en que el hombre mismo es su propia bestia.

3. EL ESPEJO
Acudamos de nuevo a Borges, salvador permanente de todo aprendiz de ensayista; acudamos de nuevo al verso, a la cadencia de una palabra que nos paraliza porque después del verso debe venir siempre un agradecido silencio:

¿Por qué persistes incesante espejo?
¿por qué duplicas misterioso hermano,
El menor movimiento de mi mano?
¿por qué en la sombra del pálido reflejo?
Eres el otro yo de que habla el griego
Y asechas desde siempre. En la tersura
Del agua incierta o del cristal que dura
Me buscas y es inútil estar ciego.
El hecho de no verte y de saberte
Te agrega horror, cosa de magia que osas
Multiplicar la cifra de las cosas
Que somos y que abarcan nuestra suerte.
Cuando esté muerto copiarás a otro
Y luego a otro, a otro, a otro, a otro…


No creo que pretendan que diga algo acerca de este poema, estoy disculpado por el mismo efecto de espejo que me tiene aquí sentado frente a ustedes sin estarlo. Francamente ya no sé si soy yo quien los miro desde hace un rato o son ustedes los que miran. Si es así, entonces, déjenme preguntar ¿de qué se ríen? ¿de qué se asombran? Si somos puro juego de espejo, si somos espejismo cada uno del otro. No hay nada más aterrador que el rostro de otro parado frente a uno creyéndose uno, riéndose como uno, mirando como uno; que ironía, ese otro que soy yo, ese yo que es otro y que sin embargo vive tu vida, hace añicos tu vida. Es evidente que un espejo no te afirma, lo que sucede en esa extraña lógica es que duplica tu negación; entonces puedes deducir como resultado de estas extrañas matemáticas que uno mas uno es otro y no dos otros.

El espejo es un juego de lógicas, de lógicas infantiles, que suelen ser verdaderamente complicadas, por ello recuerdo ahora a texto de Lewis Carrol “Alicia al otro lado del espejo”, ¿de qué lado del espejo está Alicia? Cuando Alicia pasa el umbral del espejo llega a otro mundo, un mundo al revés del otro, un mundo con otras lógicas, con otros juegos, un mundo para el que hay que inventarse otras palabras. La pregunta es: ¿Cuál de los mundos es el real? El espejo es el límite de toda moral. Cuando se traspasa dicho umbral, cuando se logra franquear la superficie, ese otro que aparece se diluye en el juego de lógicas; además hay que recordar que todo juego, aún el más infantil, es un soberbio escenario de construcción y deconstrucción de lenguajes y lógicas.

Frente al espejo el tiempo es el laberinto, es la profundidad del bosque: “Tal es la simultaneidad de un devenir cuya propiedad es esquivar el presente. En la medida en que esquiva el presente, el devenir no soporta la separación ni la distinción entre el antes y el después, entre el pasado y el futuro. Pertenece a la esencia del devenir avanzar, tirar en los dos sentidos a la vez: Alicia no crece sin empequeñecer, y a la inversa. El buen sentido es la afirmación de que, en todas las cosas, hay un sentido determinable; pero la paradoja es la afirmación de los dos sentidos a la vez” . El espejo duplica diferenciando, separa al yo del otro yo, al yo que habla del yo que escribe. El espejo, además, reproduce lo que no hay en uno, lo invisible de uno, lo que se oculta con vergüenza. Sólo en el espejo se pueden hacer pactos con el diablo; el espejo convierte la noche en día y el día en noche. Léase con infantil lentitud “Buenos días noche” del fallecido escritor Jaime Alberto Vélez; no es sino volver la mirada sobre “El retrato de Dorian Gray” de Oscar Wilde, para darse cuenta cómo la pintura se transforma en espejo, en el verdadero espejo del alma. Hay un intercambio de rostros. Aquel que está sobre los hombros de Dorian es una pintura quieta, inmóvil, perfecta en tanto él, ese otro laberinto, no la corrompe, la inmortalidad es ausencia de tiempo, es negación del movimiento; el otro rostro, el del cuadro, el que está atrapado en los restos de bosque que es todo marco de madera, ese sí sufre el paso del tiempo, ese recibe la humanidad frágil que le falta al otro. Es ahí donde nuestra lógica tiene sentido, uno mas uno es otro.

En el “Ulises” de Joyce, el protagonista parado frente al espejo, mientras se afeita, vive una aventura de cientos de páginas. El tiempo que transcurre mientras se narra es una paradoja del tiempo real de la acción de afeitarse. Muchos acontecimientos de su vida pasan a través del espejo, muchos sucesos se quedan en la superficie como si fuese una gigantesca pantalla de televisión o cine, la ventaja es que allí no pasan comerciales. Un pestañeo, la llave del grifo que se abre, y un segundo de cientos de páginas vuelve a posarse sobre la superficie del espejo, tal vez una mueca de asustada complicidad sea el Hilo de Ariadna que lo devuelva al absurdo de su existencia, allí donde todo hombre se siente cómodamente real. El espejo es todos los tiempos y a la vez ninguno, es, como diría Deleuze, puro devenir; en esta medida es evidente que todo espejo está hecho para mentir, es algo que está en su naturaleza, lo que te duplica, miente.


EPILOGO
Unas cuantas líneas para tampoco decir lo que es la escritura
En conclusión: El bosque no se agota en el laberinto y este menos en aquel, ambos simplemente son tragados por el espejo, el cual los consume en el solo acto de devolverles su propia imagen. Únicamente, el soberano acto de la escritura, el ritual que ella representa para un escritor, puede llegar a construir la verdadera síntesis: “Escribir es intentar saber que escribiríamos si escribiésemos” como decía la escritora Margarita Duras, O, como ya lo hemos repetido en varias ocasiones, para no caer en la locura, para no desperdiciar la existencia detrás de un escritorio de oficina llenando papeles y formas que hacen de la escritura el displacer y la tortura. Escribir para escapar por los tejados sin necesidad de ser gato o violinista, para frecuentar los lugares más recónditos del mundo sin salirse de la imaginación, para ser siempre niño, para que sin temor te digan infantil a los 49 años, para poder amar a todas las mujeres en una y para que mis amigos me quieran más como dicen que dijo alguna vez García Márquez, un escritor al que le hacia falta a esta sopa de letras. Pero es verdad, se escribe sólo por amor, por amor indiscutible a la verdad, por necesidad infinita de libertad, por puro lujo y ocio, porque sí, es decir, por vanidad, o como en mi caso, para ocultarme en esos ires y venires de las letras del alfabeto.

En definitiva, se escribe para dar fe de la circularidad y el eterno retorno de todo cuanto existe, de ese infinito paso por los bosques, los laberintos y los espejos, de ese perderse y no quererse perder en sus pasadizos y superficies; se escribe para dar constancia de que la gran condena del hombre y de su historia es el tiempo; se escribe para no dejar morir los sueños de los amigos, para no coincidir con ellos y sentirse vivo, por lo menos, cada que el silencio, cómplice de la noche deje correr sus ríos de tinta sobre nuestra frágil condición; se escribe por la misma razón que no se escribe, por miedo; por la imposibilidad de habitar el laberinto sin el horror del espejo que lo multiplica, miedo a la letra que marca la piel con su incandescente sangre. Se escribe, es decir, se vive a un paso del abismo.



IVÁN DARÍO CARMONA:
ANEXO

FORMATO HOJA DE VIDA

Iván Dario Carmona Aranzazu
Medellín, Noviembre 21 de 1958
Correo electrónico: ivan.carmona@upb.edu.co facaji@epm.net.co
Títulos Obtenidos (Universidad, Año):

Licenciatura en Filosofía y Letras Universidad Pontificia Bolivariana 1991
Especialista en Ética. Universidad Pontificia Bolivariana 2000
Maestría en Filosofía Universidad Pontificia Bolivariana 2007
Actualmente realizo Estudios de Doctorado en Filosofía U. P. B.

Docente Escuela de Humanidades y programa de Filosofía y Letras desde Enero 16 de 1995 ocupando cargo de coordinador de área en Humanidades.

Coordinador Programa de Filosofía y Letras 1996 y 1997

Director Facultad de Filosofía y Letras 2002 y 2003

Coordinador Programa de Filosofía y Letras desde 2004

Docente Titular permanente de la Facultad de Filosofía. También he servido cursos para la Maestría en Filosofía

Director de la Revista Escritos de la Facultad de Filosofía de la U.P.B. Productos realizados Tesis de pregrado: “De la escritura o el lenguaje del cuerpo”
Tesis de Especialización: “La virtud: filtro de la cultura clásica”
Tesis de Maestría: “La virtud en las cartas morales a Lucilio de Séneca”.
Artículo: “Relación Filosofía – literatura: pensamiento – narratividad) En: Restrepo Vélez Lady y Cardona Restrepo Porfirio. Filosofía y Educación. Medellín: UPB, 2004
Artículo: “El filosofo Educador: o sobre la misión del filósofo como pensador y maestro de una sociedad que se lee a sí misma en crisis” En: FERNÁNDEZ OCHOA, Luis Fernando y ÁNGEL RENDÓ, José Guillermo. (Editores) SERES DE LA FRONTERA: la responsabilidad del intelectual. (Cuadernos de la frontera #2.) Medellín: Universidad Pontificia Bolivariana, Escuela de Teología, filosofía y humanidades y Facultad de Comunicación Social. 2004, 189 pág.
Artículo: Sócrates: La virtud entre los hombres. Revista Cuestiones Teológicas y Filosóficas # 71vol 29 de 2002. Escuela de Teología, filosofía y humanidades, UPB.
Escribir es pensar: A propósito de esta obsesión por la lectura En: Presente y Porvenir del libro universitario. .Medellín: Universidad Pontificia Bolivariana, 2007
Artículo: “América Latina, ensayo o imaginación: Pensarse en contraste. En: La idea de América en los pensadores de occidente. Madrid: Plaza y Valdés, 2009. Pp. 237-258.
Artículo: “Ficción en tierra de mito: Escritura y fundación en América Latina”. En: Revista Escritos # 38 Vol. 17. Medellín: Universidad Pontificia Bolivariana. ( Enero-Junio 2009).

Además: artículos en la Revista Escritos de la Facultad de Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana

Actualmente me desempeño también como Director de la Revista Escritos de la Facultad de Filosofía.

Autor de los libros: “La virtud: Invención de lo humano en la filosofía griega”. Medellín: Editorial UPB, 2006 y “Séneca. Conciencia y drama” Medellín: Editorial UPB, 2008.

Premios y distinciones

Docente distinguido Facultad de filosofía año 2006

jueves, 31 de marzo de 2011

EL ENCUENTRO CON LOS LIBROS - ALBERT BEGUIN



EL ENCUENTRO CON LOS LIBROS

Por: Albert Beguin (1901-1957)









Estoy de acuerdo con Roland Barthes cuando dice que la lectura en sí misma es insustituible, pero no estoy de acuerdo cuando dice que podríamos acercarnos a la esencia de la lectura por medio de las técnicas científicas modernas; estoy convencido de que esas técnicas –que son de gran utilidad para la civilización- se acercan al hombre en lo que tiene de colectivo, pero siempre dejan escapar lo que tenemos de más personal (y no creo que se trate de una imperfección profesional).

Albert Thibaudet hacia una distinción, nada inútil, cuando al tiular de uno de sus libros, El leedor de novelas, oponía lector y leedor; el lector es el que de vez en cuando lee; el leedor es el que lee profesionalmente. Pero considero que podemos verlas cosas de manera algo distinta. Leer profesionalmente, según Thibaudet, en ocasiones resultaba ser un procedimiento singular. Uno de mis amigos que acababa de publicar un libro y enviarlo a los críticos (le envió un ejemplar con dedicatoria a Thibaudet)estaa en un tren que iba de Ginebra a París, frente a un personaje que él conocía pero que no le conocía y que era Thibaudet. En ese momento faltaban unas diez horas de camino, y Thibaudet traía una maleta, una buena maleta de agente viajero, bien grande, que no contenía más que libros. Durante todo el viaje, mi amigo aterrado vio cómo sacaba un libro después de otro, tomaba del bolsillo un gran cuchillo, cortaba tres o seis páginas, las leía e inmediatamente tiraba el libro por la portezuela. Una veintena de volúmenes habían ya sufrido esa suerte, y ya pueden imaginar ustedes la cara de mi amigo esperando ver salir su propio libro, que afortunadamente no estuvo en esa maleta.

En este caso, el “leedor” es un “lector” que sufre una deformación profesional. Pero, por mi parte, creo que hay otra categoría de leedores, y que esta bella palabra también puede aplicarse a quien es lector por vocación. Y he aquí a lo que quería llegar: considero que la lectura es ante todo una vocación. Hoy en día hacemos grandes esfuerzos por difundir nuevamente el libro, por ponerlo a la disposición de quienes hasta ahora no han tenido acceso a él: Roland Barthes tenía razón cuando dijo que no se puede hablar seriamente de la lectura, como en general de todos los hechos de cultura, sin preguntarse no sólo lo que son en su calidad propia, sino también lo que son en su difusión posible. Por consiguiente, existe siempre un problema social respecto de la cultura, y debemos hacer todo lo posible para que el libro esté a disposición del mayor número de gente; y todavía hace falta que quienes se ocupan de cultura popular, de lectura popular, sepan orientar sus esfuerzos. Pero se equivocan cuando piensan que, para que el libro sea accesible a los nuevos lectores, es necesario rodearlo de todo tipo de explicaciones pedagógicas. Éste es, de hecho, el gran error de esas empresas; podrían citarse mil ejemplos. Por lo menos, todos nosotros podemos cuestionar nuestra lectura personal o incluso observar a la gente que hasta ahora no leía y que entró en contacto con la lectura. No creo que la primera chispa se haya encendido jamás a partir de la explicación del libro. Si alguien se siente conmovido por la poesía, no se debe a que antes se le haya dicho cómo debe leerse la poesía sino a que un día se encontró frente a un texto, que antes le era totalmente inaccesible: recuerden ustedes las primeras lecturas que les parecieron importantes. En todo caso, para mí, puedo decir que los textos que me atrajeron, me apasionaron, me impresionaron, los textos a los que no pude resistir y que luego quedaron como los grandes libros de mi vida, todos fueron textos de los cuales al principio no entendía nada. Recuerdo, por ejemplo, las primeras páginas de Proust que leí y que se publicaron en la Nouvelle Revue Francaise en 1919; ya no me acuerdo del título exacto, pero era algo así como “De los progresos del olvido y de la congoja”, un título muy largo. Ese texto analizaba el amor, los celos por Albertine, y constantemente hacia referencia al antiguo amor del héroe por Gilberte: quien no había leído Swann no podía entender absolutamente nada de las relaciones de estos dos personajes, tan mezcladas con recuerdos. Además, la escritura de Proust, aunque hoy en día uno ya no se dé cuenta, era extraordinariamente difícil porque era tan novedosa. Y bien, esas páginas en las que me sumergí de inmediato –desde el principio, ya no supe dónde estaba- pero que leí hasta el final y releí diez veces sin comprender nada son páginas que me fascinaban. Tenía la impresión de penetrar realmente en ese universo tan particular en el que sólo se puede penetrar a través de la lectura.

Podría citar muchos otros ejemplos: conocí a alguien de origen absolutamente popular, que sólo estudió uno o dos años de primaria, donde no aprendió a leer, pero que mucho después, habiendo aprendido por sus propios medios, no conocía más que la literatura de los puestos de periódicos de las estaciones de tren (novelas populares o policíacas). Un día, por la mayor de las casualidades, abrió un libro que no era sino las Obras de Rimbaud, quedó fascinado ante lo inaccesible de un texto verdadero, y desde ese momento se abrió a la poesía, a la búsqueda de otras obras, y llegó así a la cultura: después de un descubrimiento y no a partir del loable esfuerzo de los pedagogos y de los críticos que somos nosotros.

Pero una vez más, recurriendo a la anécdota, quisiera insistir aquí en otro aspecto de la aventura del leedor. El “leedor”, como decía, es un hombre que tiene la vocación de leer. En mi opinión, esto no le confiere ningún tipo de superioridad: hay gente que tiene otras vocaciones; hay gente que no leerá jamás y que no vale menos que los que son “leedores” casi de nacimiento. Pero lo que le sucede al leedor no es sólo que despierta con las impresiones de la lectura, que de pronto se enciende la chispa, sino también que la lectura es determinante para él, que constituye un acontecimiento en su vida, que algún libro habrá orientado su existencia y la habrá desplazado de donde estaba para encaminarla por nuevas rutas.

Y ahora permítanme hablar de lo que sucedió en una época de mi vida. He pensado en ello durante estos días porque, junto con Bernard Gheerbrant, estamos a punto de terminar los cuatro primero volúmenes de una edición de Hoffmann y esto me ha llevado a ciertas lecturas que fueron muy queridas para mí cuando tenía veinticinco y treinta años. En aquella época me dediqué por completo al romanticismo alemán y, debido a todo mi trabajo y mis estudios acerca de ello, se podía incluso pensar en que yo era un germanista. No es así, pero voy a tratar de contarles muy brevemente por qué azares me convertí en un “lector” apasionado de los románticos.

Esto se remonta –y por eso creo en una especie de predeterminados en los encuentros que tenemos con ciertos libros que son los libros que nos hacían falta-, esto se remonta ante todo a un recuerdo de mi infancia. Me encontré a la edad de trece años –ya entonces leía mucho- con el nombre de Jean Paul, al mismo tiempo en Balzac, que con frecuencia cita sus pequeñas máximas (porque en la época romántica se publicó en Francia un libro de máximas tomadas de su obra), y en Stendhal donde lo encontré en un epígrafe de un tomo de La Chartreuse de Parme, por cierto bajo un pensamiento que nunca fue de Jean Paul; ya saben ustedes que Stendhal es de este tipo de leedores que con toda tranquilidad recrean lo que leen a tal punto que con frecuencia hacen una cita y la firman con un nombre de moda, aunque esa cita sea totalmente de su propia cosecha. El nombre de Jean Paul citado así me pareció extraño, misterioso, un hombre a quien se llamaba por sus dos nombres, ¡como Juan José! No tuve el valor de preguntar a mi alrededor, ni a mis padres, ni a mis profesores, de quién se trataba. Pensé que era algo que uno debía saber, que era alguien muy conocido. En vano consulté diversas enciclopedias: bajo Jean no decía nada, bajo Paul tampoco, y me quedé con mi Jean-Paul, autor de algunas máximas, por cierto no muy maravillosas, convencido de que era alguien muy respetable. ¿Sería acaso un sabio de las Indias o de China, o tal vez un escandinavo, porque en la obra de Balzac los sabios muchas veces son escandinavos? Pensé entonces que algún día llegaría a adquirir esos conocimientos, pero que antes debería leer mucho, porque ese dato estaba en la cima de toda cultura. Tal vez, cuando tuviera alrededor de cincuenta años lograra llegar a conocer a Confucio y a Jean-Paul. Después pasaron los años, y llegó la guerra de 1914; rechazamos los cursos de alemán en el Liceo y, por lo tanto, tampoco tuvimos cursos de literatura alemana. Hice estudios distintos, llegué a París, me dispersé mucho, era un leedor de tipo voraz, ávido, y por lo tanto un poco inútil. Finalmente, y porque estas lecturas me habían atiborrado, fatigado, desorientado, entré como vendedor en una librería de Batignolles que vendía libros de ocasión; y, ahí en lugar de leer, vendía los libros y escuchaba a la gente que sí los leía, lo cual no siempre era muy estimulante. Para resumir, un día me subí en una escalera para ver los libros cubiertos de polvo en el estante más alto y me encontré unos libros alemanes. Debo decir que aprendí el alemán en la infancia y ya casi lo había olvidado por completo.


Despreocupadamente miro un libro y de pronto veo a Jean Paul. ¡Mira nada más!, me dije, entonces era un alemán, y me regresó el recuerdo de toda la infancia. Bajé el libro, busqué un diccionario, intenté leer y no entendí nada. Hay sólo una cosa que se puede hacer cuando no se entiende un texto extranjero y es traducirlo con un diccionario, y tuve que traducir todas las palabras excepto el verbo ser; traduje entonces algunas páginas de ese libro. El héroe correspondía bastante bien a lo que era Stendhal, el tipo de lector activo y creador. Era un instructor de provincia, de Baviera, demasiado pobre para comprar libros y, como quería tener en su casa las grandes obras de la humanidad cuyos títulos conocía, tomaba unos cuadernos, les ponía un título conocido (por ejemplo La nouvelle HéloiseI, y luego llenaba el cuaderno con un texto que él mismo inventaba. Así logró tener su biblioteca de grandes obras, maravillosas imagen de lo que puede ser un hombre ávido de lectura. Este, por lo menos, tenía la vocación.

No hubo más que este encuentro. Una vez que traduje el libro, pude por fin leerlo, y me trastornó lo que estaba leyendo: era un texto surrealista, con algunas características del estilo de Giraudoux. No sabía nada del autor; había traducido palabra por palabra y me encontré de pronto trasladado a una experiencia que era una experiencia poética, tal como la que vivía mi generación y en la que yo había participado un poco. Les cuento esta historia porque me llevó muy lejos. Después de haber leído esas pocas páginas, me precipité a todas las librerías y pedí traducciones de Jean-Paul, luego de Hoffmann y de otros románticos alemanes; y cuando no encontraba la traducción, los leía en alemán y con dificultades intentaba entender. Al cabo de un año, estaba sumergido en ese universo del romanticismo alemán a tal grado que busqué un empleo en Alemania y fui a una universidad alemana, con la intención de ver quiénes eran estas personas extraordinarias, estos alemanes que habían vivido la aventura poética que en Francia es la aventura poética del siglo XX. Salí por un año, pero me quedé cinco para leer toda esta literatura; traduje mucha; incluso terminé escribiendo sobre ella un libro muy largo, y me encuentro ahora –un poco por culpa de Bernard Gheerbrant- dedicado a la traducción de Hoffmann. Así, a lo largo de veinticinco o treinta años de mi vida, el encuentro con una lectura que produjo la chispa decidió muchas cosas para mí. Y si quisiera dar cuenta completa de esa experiencia, debería entrar en una confesión que sería algo indecente en público, y decirles cuántas cosas de mi vida más íntima dependieron de ese encuentro, de estos encuentros, de estas lecturas.

¿Qué se puede concluir de una experiencia tan trivial, pero que considero que debo relatar? Más vale relatarla que intentar convertirla en teoría. Y bien, pienso dos cosas: por una parte, no hay lectura más fecunda que la que al principio no se comprende y, por otra parte, la lectura de un leedor verdadero no es una lectura de diversión, no es algo aparte de la existencia, no está al margen de las experiencias de la vida, algo que pertenecería a la superficie; no, para nada: la lectura del lector se ubica entre los sucesos de su vida, contribuye a crear su persona verdadera, hace de esa persona lo que antes no era. Lo que somos en la actualidad está compuesto sin duda de encuentros humanos, de accidentes de todo tipo, de nuestras miserias y nuestros éxitos, pero también, en un grado inapreciable, en un grado inmenso, de los libros que hemos leído, de los libros que se han convertido en nuestra propia sustancia. (Intervención de Albert Béguin en la reunión de la Sociedad de Lectores, París, 10 de febrero de 1957.) Traducción de MÓNICA MANSOUR Selección y notas de PIERRE GROTZER


Enviado por: Óscar González y Gabriel Cataño

martes, 23 de marzo de 2010

TRADUCCIÓN ES RECREACIÓN - JAVIER SOLOGUREN





Traducción es Re-creación
Homenaje a Javier Sologuren
Entrevista: Federico de Cárdenas
Suplemento Domingo - Diario La República 30 de mayo 2004

La partida de Javier Sologuren (1921-2004) marca una ausencia mayor en nuestra cultura. Nos queda su espléndida poesía, reunida en las sucesivas ediciones de Vida continua. Sobre ella se ha hablado mucho y bien, por lo que queremos recordar aquí su actividad de traductor, paralela a su obra poética y no menos notable.

Tres veces entrevisté a Javier Sologuren (dos de ellas con Peter Elmore) a lo largo de mi actividad en el periodismo cultural. Pero fueron muchas más las que disfruté de su presencia y palabra, en una amistad iniciada cuando fuimos vecinos de página en La Prensa, proseguida en visitas a la casona de Lince que habitaba con la recordada Ilia y en encuentros y diálogos telefónicos que solo se interrumpieron luego de su mudanza a San Bartolo y ante el avance de su cruel enfermedad. La diferencia de edad jamás fue obstáculo para dialogar con ese ser humano sabio y bueno que fue Javier. Por ello quiero manifestar aquí mi congoja personal en esta despedida y recordarlo en las que fueron sus palabras.

-A lo largo de los años, y en paralelo a tu labor poética, la traducción ha sido una línea constante en tu trabajo. ¿Por qué esta dedicación?


-Es muy cierto lo que dices. Mi entrega a la traducción prácticamente coincide con los inicios de mi actividad literaria. Recuerdo haber tenido entre manos una pequeña revista de poesía francesa y ya entonces, diccionario en mano, haber intentado traducciones. Desde entonces, traducción y creación han ido para mí siempre de la mano. Lectura, escritura poética y traducción han sido tres constantes inseparables de mi trabajo intelectual. Traducir es para mí sin duda una forma de re-creación, de entrega al texto traducido, que nunca tengo el prurito de enmendar o mejorar.

-Octavio Paz dice que lo ideal sería que la poesía fuera siempre traducida por poetas, pero a la vez adelanta una objeción: los poetas tienden siempre a embellecer el texto traducido; por tanto no son -salvo excepciones- los mejores traductores. ¿Te parece atendible la objeción?


-Sí. Es bueno que la poesía sea traducida por poetas, pero creo también que cualquier persona con sensibilidad, conocimiento de un idioma y cultura puede ser un buen traductor. En los poetas siempre hay el riesgo de adulterar el texto original por un deseo estilístico de apoderarse de él, de sentir el poema ajeno como propio e insuflarle su estilo personal. Creo que algo de eso hizo Juan Ramón Jiménez en sus traducciones. Por otro lado, el deseo de embellecer es una de las frecuentes tentaciones del traductor. Y nada asegura que algo que suena estupendamente en español mantenga su relación por esta causa con el texto original.

-La traducción busca ser un equivalente, en otro idioma, del texto original. Pero, ¿no es esta una tarea imposible? En realidad, nunca se logra una reproducción, todas son aproximaciones.


-En efecto, por más capacitado que esté el traductor, jamás logrará dar una equivalencia total. Hay que pensar que la prosodia es lo propio de un idioma, y por tanto intraducible. Las modulaciones que logra el poeta en su propia lengua no son traducibles. También están, en muchos casos, las exigencias de la rima, si bien estas pueden ser dejadas de lado, ya que por respetar la rima es frecuente traducir en otro idioma cosas que jamás ha escrito el poeta.

-¿Estarías de acuerdo, entonces, con que el buen traductor es quien logra un poema análogo -pero nunca idéntico- al original?


-Completamente. Sin pretender teorizar sobre esta práctica mía, que llevo ejerciendo tantos años (y siempre por afición o pasión, nunca como actividad profesional o "pane lucrando"), pienso que la tarea del traductor es trabajar con una cierta estrategia de las equivalencias. Cuanto más equivalencias se logre, mejor traducido estará un poema. Te menciono un caso, que es el de un famoso soneto de Gérard de Nerval que se titula en español "El desdichado". Octavio Paz invitó en "Vuelta" a varios poetas a dar sus versiones. El verso "J'ai revé dans la grotte ou nage la sirène" fue el gran escollo para todos. Lo superé traduciendo "nadar" por "retozar" y creo que conservé el ritmo sin pretensión de embellecer el poema. "Retozar" implica nadar, y acaso añade movimientos graciosos que el verbo "nadar" no da.

-Si la traducción tiene un aporte de invención -o de recreación, como dices-, se podría afirmar que hay en ella un aporte creativo al momento de afrontar el poema o el texto en prosa.


-Sí. Al decir recreación puede pensarse que la distancia entre el poema original y el traducido es grande, puesto que interviene la creación personal. Pero pienso que es, sencillamente, el hecho de que el poema traducido "suene" en la lengua de llegada, que tenga el mismo tono que en la lengua de partida. No se trata de que el traductor aporte lo suyo a cambio de lo otro. Hay que rechazar cualquier tentación a modificar o embellecer, como te decía, pues ya bastantes problemas hay con el poema traducido.

-¿Qué es lo que te atrae o te impulsa a traducir un poema?


-El hecho de que el poema en sí mismo me "hable", me diga algo. Y también el hecho de profundizar más en el sentido del poema. La traducción, al menos como yo la veo, en realidad es una lectura en profundidad, y esto es tan cierto que el traductor va descubriendo y familiarizándose con la técnica del poeta, con sus metáforas favoritas, con su estilo. En cierto sentido, el crítico que hay en todo escritor -no olvides que el poeta es el primero en juzgar sus propias cosas- va de la mano con el traductor. Son dos actividades gemelas. Bien ejercida, la traducción es un paso importante para llegar críticamente al poema.

-Hemos hablado más que nada de traducción de poesía. ¿Y al momento de enfrentarte a la prosa?


-Reconozco que no acudo fácilmente a ella, salvo que se trate de poemas en prosa, casi siempre muy breves. Algo hay que me inhibe de entregarme a traducir trabajos en prosa que sean de largo aliento, por ejemplo una novela. Mis traducciones de Las aguas estrechas de Julien Gracq o, antes, de Cinco amantes apasionadas de Ihara Saikaku se debieron a compromisos súbitos, aunque haya encontrado en ambas grandes motivos de satisfacción.

-¿Se podría decir, sobre todo por Gracq, que te atrae la traducción de prosa poética, o que conserva un sentido musical de la frase y el estilo?
-Indudablemente. Sufriría mucho si tuviera que traducir documentos. Pero en el caso de Gracq, o en el de Georges Limbour -cuyos Diez relatos africanos estoy a punto de terminar- se trata de una prosa narrativa de marcados acentos poéticos. Gracq habla de su prosa como de un "precipitado", reencontrando en esto a Gaston Bachelard, quien afirma que cuando se nombra, las cosas se precipitan como la sustancia en un líquido. En Gracq cada objeto se enriquece y se transforma en una irradiación de sentidos. Es el bello aforismo de Novalis:"algo que amamos es el centro del paraíso".

miércoles, 17 de marzo de 2010

THOMAS MANN - RELATO DE MI VIDA- FRAGMENTOS





(…)
Mi hermano Heinrich, cuatro años mayor que yo, que luego escribiría novelas destacadísimas y que han ejercido un influjo inmenso, vivía entonces en Roma, “a la expectativa”, igual que yo, y me propuso que me reuniera con él. Realicé el viaje y juntos pasamos –cosa que pocos alemanes hacen- un prolongado y ardiente verano italiano en una pequeña ciudad de los montes Sabialinos, Palestrina, ciudad natal del gran músico. El invierno, en que alternaban los días de cortante tramontana con los de bochornoso siroco, lo pasamos en la ciudad “eterna”, viviendo como subarrendados en casa de una buena señora que en la Vía Torre Argentina poseía un piso, con el suelo de piedra y sillas de enea. Para las comidas éramos clientes de un pequeño restaurante llamado “Genzano”, que luego no he vuelto a encontrar, y donde había un buen vino y exquisitas croquette di pollo. Por las noches jugábamos al dominó en un café y bebíamos ponche entre tanto. No teníamos trato con nadie. En cuanto oíamos hablar alemán salíamos huyendo. Considerábamos roma como refugio de nuestra existencia anómala, y yo al menos no vivía allí por amor al sur, que en el fondo no me gustaba, sino sencillamente porque en mi patria no había todavía sitio para mí. Las impresiones estéticas e históricas que aquella ciudad puede ofrecer las acogí con respeto, pero sin tener el sentimiento de que afectasen a mis asuntos ni de que pudieran serme de utilidad inmediata. Las esculturas antiguas del Vaticano me atraían más que las pinturas del Renacimiento. El Juicio Final me conmovió, pues lo vi como apoteosis de mi estado de ánimo, completamente antihedonista, pesimista-moralista. Prefería visitar San Pedro cuando celebraba misa, con una humildad llena de pompa. Rampolla, el cardenal secretario de Estado. Era una personalidad extraordinariamente decorativa, y por razones estéticas lamenté que motivos diplomáticos impidieran su elevación al pontificado.

(…)

No he evocado aquí ni las experiencias que contribuyeron a formarme en mi infancia y mi primera juventud, ni la impresión imborrable queme causaron los cuentos de Andersen, ni aquellas tardes en que escuchábamos cómo nuestra madre nos leía Stromtid, de Reuter, o nos cantaba canciones al piano, ni el culto que profesaba a Heine por la época en que escribí mis primeras poesías, ni las horas apacibles y llenas de entusiasmo que, después de salir de la escuela, pasaba leyendo a Schiller junto a un plato lleno de rebanadas de pan untadas con mantequilla. Mas no quiero pasar del todo por alto ciertas experiencias grandes y decisivas, debidas a lecturas que realicé por los años a que hemos llegado ya en este relato: me refiero a la experiencia de Nietzsche y a la de Schopenhauer.

El influjo espiritual y estilístico de Nietzsche es reconocible, sin duda, ya en mis primeros ensayos de prosa que vieron la luz pública. En las Betrachtungen eines Unpolitischen (Consideraciones de un apolítico) he hablado de mis relaciones con ese espíritu complejo y subyugante, reduciéndolas a sus condicionamientos y límites personales. El contacto con Nietzsche determinó en alto grado mi forma espiritual, que se estaba fraguando; pero cambiar nuestra propia sustancia, hacer de nosotros algo distinto de lo que somos, eso es algo que no puede realizarlo ninguna potencia educativa. Toda posibilidad de formación en general presupone un ser, el cual posee la voluntad instintiva y la capacidad para seleccionar, asimilar y reelaborar todo de manera personal. Goethe dijo que para hacer algo es preciso ser algo. Pero incluso para poder aprender algo, en el sentido elevado de esta palabra, se necesita ya ser algo. Investigar cuál fue el tipo de absorción y de transformación orgánicas que el ethos y el arte de Nietzsche sufrieron en mi caso es algo que dejo a los críticos que crean oportuno hacerlo. En todo caso, fue un proceso complicado, que adoptaba una actitud totalmente despectiva frente a la influencia callejera y popular del filósofo, frente a todo simplista “renacentismo”, frente al culto del superhombre y el esteticismo a lo César Borgia, frente a toda palabrería acerca de la sangre y de la belleza que entonces estaba de moda entre los grandes y entre los pequeños. El joven de veinte años que yo era comprendía la relatividad del “inmoralismo” de este gran moralista; cuando yo contemplaba la comedia de su odio contra el cristianismo, veía también su amor fraterno por Pascal y entendía aquel odio en un sentido completamente moral y no, en cambio, psicológico. Esta misma diferencia me parecía que se daba en su lucha –que marcó una época en la historia de la cultura- contra lo que más amó hasta su muerte: contra Wagner. En una palabra: yo veía en Nietzsche ante todo al hombre que se superaba así mismo: no tomaba en él nada a la letra, no le creía casi nada, y justamente esto es lo que hacía que mi amor por él tuviese un doble plano y fuese tan apasionado. Es lo que proporcionaba su hondura a ese amor. ¿Es qué había que tomarle “en serio” cuando predicaba el hedonismo en el arte? ¿O cuando contraponía Bizet a Wagner? ¿Qué fue ara mi su filosofía del poder y de la “bestia rubia”? Casi un motivo de perplejidad. Su glorificación de la “vida” a costa del espíritu, ese lirismo que ha producido consecuencias tan funestas en el pensamiento alemán, sólo había una posibilidad de yo me lo asimilase: tomándolo como ironía. Es cierto que “bestia rubia” aparece también en mis producciones juveniles; pero está casi íntegramente despojada de su carácter bestial y lo único que resta es el pelo rubio, junto con su ausencia de espíritu; yo la hacía objeto de aquella ironía erótica y de aquella afirmación conservadora mediante la cual el espíritu, como él sabía muy bien, se comprometía muy poco en el fondo. Es posible que la transformación personal que Nietzsche sufrió en mí significase un aburguesamiento. Pero éste me parecí, y me parece todavía hoy, más profundo y más inteligente que toda la embriaguez estético-heroica que Nietzsche provocó, por lo demás, en el plano literario. Mi experiencia de Nietzsche representó el presupuesto de un período de pensamiento conservador que acabó en mi hacia la época de la guerra; pero, en última instancia, me dotó de la capacidad de resistir a todos los encantos de un romanticismo malo, que pueden brotar, y que todavía hoy surgen en tantos sentidos, de una valoración no-humana de las relaciones entre vida y espíritu.

Por lo demás, esta experiencia no constituyó un descubrimiento y una recepción rápidos y de una vez, sino que se realizó, por así decirlo, en varias etapas, distribuyéndose en distintos años. El primer efecto que provocó en mí fue una sensibilidad, una clarividencia y una melancolía de índole psicológica, cuya naturaleza yo mismo apenas consigo discernir hoy con claridad, pero que en aquella época me hizo sufrir de una manera indescriptible. La expresión “náuseas del conocimiento” se encuentra en Tonio Coger. Designa con toda propiedad la enfermedad de mi juventud, que, según creo recordar, favoreció no poco mi receptividad para la filosofía de Schopenhauer, a la que sólo conocí después de conocer ya algo a Nietzsche.

(…)

No quiero decir que las semanas de amorosa profundización en la comedia de Kleist y en los prodigios de su agudeza metafísica fueran ociosas, pues relaciones subterráneas de toda índole unían este trabajo crítico con mi “ocupación principal”, y el amor no es nunca un despilfarro. Pero estoy contento de que, entre las improvisaciones a las que tuvo que dejar paso hasta ahora la novela, se cuente también un relato independiente. Me refiero a Mario und der Zauberer. Tragisches Reisserlebnis (Mario y el mago. Vivencia trágica de un viaje). Quiero pensar que pocas veces algo vivo ha debido su origen a causas tan mecánicas como en este caso. Unánimemente acostumbrados a no dejar pasar ningún verano sin una estancia junto al mar, mi mujer y yo, junto con los hijos más jóvenes, pasamos el mes de agosto del año 1929 en el balneario de Rauschen, en Samland, en el Báltico. Esta elección había sido determinada por ciertos deseos procedentes de Prusia oriental, en especial por una invitación, varias veces renovada, de la “Sociedad Goethe” de Königsberg. No era recomendable llevarme en este viaje cómodo, pero tan largo, el material acumulado del José, el manuscrito no pasado aún a máquina. Pero como yo no soy capaz de acomodarme a un “descanso” sin trabajo, y ello me produce más perjuicios que provecho, decidí emplear las mañanas en elaborar con ligereza una anécdota cuya idea se remontaba a una estancia en Forte dei Marmi, cerca de Viareggio, y a impresiones recibidas allí; es decir, quise llenar el tiempo con un trabajo para el que no se necesitaba ningún preparativo y que, por así decirlo, se podía “sacar de la cabeza”, en el sentido más cómodo de la frase. Comencé a escribir en mi habitación, como de costumbre, durante las mañanas, pero el nerviosismo que me producía el alejamiento del mar no parecía nada favorable a mi actividad. Yo pensaba que no podría trabajar al aire libre. Cuando escribo necesito sentir un techo sobre mi cabeza para que mis pensamientos no se diluyan en ensueños. El dilema no era fácil. Sólo el mar lo había podido plantear, y, afortunadamente, se puso de manifiesto que su especial naturaleza era capaza también de solucionarlo. Me decidí a trasladar a la playa mi trabajo de escribir. Yo arrimaba mi asientote mimbre muy cerca del borde del agua, que estaba llena de bañistas. Y de esta manera, garrapateando sobre las rodillas, teniendo ante los ojos del abierto horizonte, que continuamente era cortado por paseantes, en medio de personas que se divertían, rodeado de niños desnudos que me quitaban los lápices, ocurrió que, sin yo quererlo, de la anécdota me brotó la narración, del simple relato salió la narración espiritual, de lo privado surgió el símbolo ético –mientras constantemente me sentía lleno de un feliz asombro por el hecho de que, a pesar de todo, el mar consiguiese absorber todas las perturbaciones humanas y supiera diluirlas en su amada inmensidad.
(…)


Traductor: Andrés Sánchez Pascual

Relato de mi vida. Seguido de El último año de mi padre. Madrid. Alianza Editorial. 2da reimpresión. 1990. Págs. 16-17, 23-26 y 62-63.
Enviado por: Oscar González

martes, 3 de noviembre de 2009

ESTACIÓN DE LA MANO -Julio Cortazár- Cuento.






LA ESTACIÓN DE LA MANO


La dejaba entrar por la tarde, abriéndole un poco la hoja de mi ventana que da al jardín, y la mano descendía ligeramente por los bordes de la mesa de trabajo apoyándose apenas en la palma, los dedos sueltos y como distraídos, hasta venir a quedar inmóvil sobre el piano, o en el marco de un retrato, o a veces sobre la alfombra color vino.

Amaba yo aquella mano porque nada tenía de voluntariosa y sí mucho de pájaro y de hoja seca. ¿Sabía ella algo de mí? Sin titubear llegaba a la ventana por las tardes, a veces de prisa -con su pequeña sombra que de pronto se proyectaba sobre los papeles- y como urgiendo que le abriese; y otras lentamente, ascendiendo por los peldaños de la hiedra donde, a fuerza de escalarla, había calado un camino profundo. Las palomas de la casa la conocían bien; con frecuencia escuchaba yo de mañana un arrullar ansioso y sostenido, y era que la mano andaba por los nidos, ahuecándose para contener los pechos de tiza de los más jóvenes, la pluma áspera de los machos celosos. Amaba las palomas y los bocales de agua fresca; cuántas veces la encontré al borde de un vaso de cristal, con los dedos levemente mojados en el agua que se complacía y danzaba. Nunca la toqué; comprendía que aquello hubiera sido desatar cruelmente los hilos de un acaecer misterioso. Y muchos días anduvo la mano por mis cosas, abrió libros y cuadernos, puso su índice -con el cual sin duda leía- sobre mis más bellos poemas y los fue aprobando uno a uno.

El tiempo transcurría. Los sucesos exteriores a los cuales debía mi vida someterse con dolor, principiaron a ondular como curvas que sólo de sesgo me alcanzaban. Descuidé mi aritmética, vi cubrirse de musgo mi más prolijo traje; apenas salía ahora de mi cuarto, a la espera cadenciosa de la mano, atisbando con ansiedad el primer -y más lejano y hundido- roce en la hiedra.

Le puse nombres; me gustaba llamarla Dg, porque era un nombre sólo para pensarse. Incité su probable vanidad dejando anillos y pulseras sobre las repisas, espiando su actitud con secreta constancia. Varias veces creí que se adornaría con las joyas, pero ella las estudiaba dando vueltas en torno y tocarlas, a semejanza de una araña desconfiada; y aunque un día llegó a ponerse un anillo de amatista fue sólo por un instante y lo abandonó como si le quemara. Yo me apresuré a esconder las joyas en su ausencia y desde entonces me pareció que estaba más complacida.

Así declinaron las estaciones, unas esbeltas y otras con semanas ceñidas de luces violentas, sin que sus llamadas premiosas llegaran hasta nuestro ámbito. Todas las tardes volvía la mano, mojada con frecuencia por las lluvias otoñales, y la veía ponerse de espaldas sobre la alfombra, secarse prolijamente uno dedo con otro, a veces con menudos saltos de cosa satisfecha. En los atardeceres de frío su sombra se teñía de violeta. Yo colocaba entonces un brasero a mis pies y ella se acurrucaba y apenas bullía, salvo para recibir, displicente, un álbum con grabados o un ovillo de lana que le gustaba anudar y retorcer. Era incapaz, lo advertí pronto, de estarse largo rato quieta. Un día encontró una artesa de arcilla y se precipitó sobre la novedad; horas y horas modeló la arcilla mientras yo, de espaldas, fingía no preocuparme por su tarea. Naturalmente, modeló una mano. La dejé secar y la puse sobre el escritorio para probarle que su obra me agradaba. Pero era un error: como a todo artista, a Dg terminó por molestarle la contemplación de esa otra mano rígida y algo convulsa. Al retirarla de la habitación, ella fingió por pudor no haberlo advertido.

Mi interés se tornó bien pronto analítico. Cansado de maravillarme, quise saber; he ahí el invariable y funesto fin de toda aventura. Surgían las preguntas acerca de mi huésped: ¿Vegeta, siente, comprende, ama? Imaginé "tests", tendí lazos, apronté experimentos. Había advertido que la mano, aunque capaz de leer, jamás escribía. Una tarde abrí la ventana y puse sobre la mesa un lapicero, cuartillas en blanco, y cuando entró Dg me marché para dejarla libre de toda timidez. Por la cerradura vi que hacía sus paseos habituales y luego, vacilante, iba hasta el escritorio y tomaba el lapicero. Oí el arañar de la pluma, y después de un tiempo ansioso entré en el cuarto. Sobre el papel, en diagonal y con letra perfilada, Dg había escrito: "Esta resolución anula todas las anteriores hasta nueva orden". Jamás pude lograr que volviese a escribir.

Transcurrido el periodo de análisis, comencé a querer de veras a Dg. Amaba su manera de mirar las flores de los búcaros, su rotación acompasada en torno a una rosa, aproximando la yema de los dedos hasta rozar los pétalos, y ese modo de ahuecarse para envolver una flor, sin tocarla, acaso su manera de aspirar la fragancia. Una tarde que yo cortaba las páginas de un libro recién comprado, observé que Dg parecía secretamente deseosa de imitarme. Salí entonces a buscar más libros, y pensé que tal vez le agradaría formar su propia biblioteca. Encontré curiosas obras que parecían escritas para manos, como otras para labios o cabellos, y adquirí también un puñal diminuto. Cuando puse todo sobre la alfombra -su lugar predilecto- Dg lo observó con su cautela acostumbrada. Parecía temerosa del puñal, y recién días después se decidió a tocarlo. Yo seguía cortando mis libros para infundirle confianza, y una noche (¿he dicho que sólo al alba se marchaba, llevándose las sombras?) principió ella a abrir sus libros y separar las páginas. Pronto se desempeñó con una destreza extraordinaria; el puñal entraba en las carnes blancas u opalinas con gracia centelleante. Terminada la tarea colocaba el cortapapel sobre una repisa -donde había acumulado objetos de su preferencia: lanas, dibujos, fósforos usados, un reloj pulsera, montoncitos de ceniza- y descendía para acostarse de bruces en la alfombra y principiar la lectura. Leía a gran velocidad, rozando las palabras con un dedo; cuando hallaba grabados, se echaba entera sobre la página y parecía como dormida. Noté que mi selección de libros había sido acertada; volvía una y otra vez a ciertas páginas ("Etude de Mains" de Gautier; un lejano poema mío que comienza: "Poder tomar tus manos..."; le Gant de Crin" de Reverdy) y colocaba hebras de lana para recordarlas. Antes de irse, cuando yo dormía ya en mi diván, encerraba sus volúmenes en un pequeño mueble que a tal propósito le destiné; y nunca hubo nada en desorden al despertar.

De esta manera sin razones -plenamente basada en la simplicidad del misterio- convivimos un tiempo de estima y correspondencia. Toda indagación superada, toda sorpresa abolida, ¡qué acaecer total de perfección nos contenía! Nuestra vida, así, era una alabanza sin destino, canto puro y jamás presupuesto. Por mi ventana entraba Dg y con ella el ingreso de lo absolutamente mío, rescatado al fin de la limitación de los parientes y las obligaciones, recíproco en mi voluntad de complacer a aquella que de tal forma me liberaba. Y vivimos así, por un tiempo que no podría contar, hasta que la sanción de lo real vino a incidir en mi flaqueza, ardida de celos por tanta plenitud fuera de sus cárceles pintadas. Una noche soñé: Dg se había enamorado de mis manos -la izquierda, sin duda, pues ella era diestra- y aprovechaba mi sueño para raptar a la amada cortándola de mi muñeca con el puñal. Me desperté aterrado, comprendiendo por primera vez la locura de dejar una arma en poder de aquella mano. Busqué a Dg, aún batido por las turbias aguas de la visión; estaba acurrucada en la alfombra y en verdad parecía atenta a los movimientos de mi siniestra. Me levanté y fui a guardar el puñal donde no pudiera alcanzarlo, pero después me arrepentí y se lo traje, haciéndome amargos reproches. Ella estaba como desencantada y tenía los dedos entreabiertos en una misteriosa sonrisa de tristeza.

Yo sé que no volverá más. Tan torpe conducta puso en su inocencia la altivez y el rencor. ¡Yo sé que no volverá más! ¿Por qué reprochármelo, palomas, clamando allá arriba por la mano que no retorna a acariciarlas? ¿Por qué afanarse así, rosa de Flandes, si ella no te incluirá ya nunca en sus dimensiones prolijas? Haced como yo, que he vuelto a sacar cuentas, a ponerme mi ropa, y que paseo por la ciudad el perfil de un habitante correcto.








viernes, 30 de octubre de 2009

EL ARTE DE LA MÍMESIS Y EL ESPEJO:















Fernando González y su hijo Simón. -1958-
Derecha: Puente de San Juan 1943.
Puente Av. 33 1956


EL ARTE DE LA MÍMESIS Y EL ESPEJO:
CARLOS RODRÍGUEZ UN FOTO-REPORTERO
DE LA MEDELLÍN DEL SIGLO XX (*)

POR RAÚL HENAO.

Varias publicaciones artísticas y literarias: Foto-reporter de Carlos Rodríguez, Medellín, 1999 y Medellín Es Así por Ricardo Aricapa. (Universidad de Antioquía. Medellín 1998), Ciudad por Luis Iván Bedoya (Otras Palabras. Medellín, 1999) Amábamos Tanto La Revolución por Víctor Bustamante (Corpades, Medellín, 1999) Medellín me mata por Rubén Vélez (Hôlderlin. Medellín, 1999) aparecidas a finales de la década pasada, nos corroboran plenamente en la certeza de que Medellín es y será por mucho tiempo la ciudad mítica de Colombia, con perfiles de ciudad sagrada hispano-árabe, emparentada de lejos con la antigua Medina, la ciudad santa de Arabia Saudita, donde hace ya dos milenios, confluyeron la cultura islámica y la mazdeísta de los Medas o Persas, tal como nos asegura el poeta-sociólogo Djahanguir Mazari, en una medular- Improvisación Etimológica En Torno a Medellín (Magazín Dominical, El Espectador. Bogotá agosto de 1995): “el término Medaen (ciudades) es el plural de Medina, pero en árabe además del plural múltiple existe el dual. Ciudades gemelas o duales se dice Medellín (Medinein)”y agrega luego “al parecer esta ciudad hospitalaria y hermosa (...) es también una ciudad dual o gemela, constituida originalmente por las poblaciones de Bello e Itagüí”.

Pero lo que en realidad parece confirmar esta tesis o investigación etimológica de Djahanguir Mazari - que nos visitó en 1994, invitado al III festival Internacional de Poesía- es el carácter maniqueo, excluyente, contradictorio, de la ciudad que el poeta y sociólogo iraní no podía entrever ni conocer por no haber vivido un tiempo suficiente en ella.

Ya el profesor Luis López de Mesa, hablando de los orígenes de la ciudad nos dice que “había entonces en Medellín un estado de indecisión entre hacerse núcleo económico o núcleo cultural, e] entre dedicarse al juego de bolsa en el atrio de la catedral vieja -y muy rabiosamente por cierto- o consagrarse al estudio, con la numerosa y decidida cohorte literaria que por aquellos días creaba, sobre bases ya célebres, la literatura regional antioqueña, periodismo inclusive, novela y cuento sobre todo, y hasta ensayos del más altivo vuelo, amén de cierta escuela política de grande envergadura que engendró tres presidentes y una docena de legisladores y ministros nacionalmente ilustres” (Elogio a Medellín Revista Universidad de Medellín N0 51-1987).

Ese estado de indecisión o irresolución, al no haber hallado un punto de convergencia o reconciliación, donde el progreso material soporte (y no excluya) lo espiritual o cultural, explica entonces porque sus poetas y escritores oscilan permanentemente entre la adulación y el escarnio, el entusiasmo y la recriminación, el amor y el rencor, la diatriba y la devoción. Tomás Carrasquilla -por ejemplo- después de elogiar la belleza todavía inédita y bucólica de las afueras de la ciudad pasa sin más a censurar lo confuso o torcido de sus calles trazadas “a la diabla”, al dictado del atraco o el amor mercenario... Para concluir -él mismo, gestor o genitor por antonomasia de la cultura antioqueña-que “el alma medellinita debe ser una maraña “.

Por su parte Manuel Mejía Vallejo, refugiado en su tertuliadero de la calle Bolivia, se pasea desasosegado de un lado a otro, hablando de “la ciudad chismosa, del venga-vaya-venga, del corre-ve-y dile (...) del artista resentido y el escritor venido a nada y el intrigante y el poetiso y el embrochador de alcobas”. Y mientras Darío Ruiz Gómez en un ataque de nostalgia citadina -“alas de algo indefinible que sólo llegan a colmar las lágrimas furtivas”- se lamenta sobre las ruinas de la Estación Villa... Alberto Aguirre -el librero- editor que comprara “por 500 pesos” los derechos de autor de El coronel no tiene quien le escriba en un momento de resaca del futuro Premio Nobel- pide a gritos, luego de la demolición del Edificio Pasteur: ese “Partenón Terapéutico”, “un mamarracho”, que se colapse igualmente al Palacio Nacional, al Palacio de la Gobernación (el actual Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe) y al Palacio de Bellas Artes -“loor a la retroexcavadora”... Para levantar sobre ellos ¿qué? ¿Otro Edificio Coltejer? ¿La fachada de la librería Aguirre de Maracaibo entre Palacé y Junin?

En contraposición a la mirada parcial o las opiniones encontradas de los escritores antioqueños atrás mencionados, queremos reseñar -y recomendar- en esta ocasión, la lectura del libro Foto Reporter de Carlos Rodríguez y Ricardo Aricapa... Si de verdad se quiere conocer el auténtico rostro (y la máscara también) del Medellín actual (la vieja Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, fundada el 2 de noviembre de 1675 entre el Poblado de San Lorenzo y el sitio de Aná) porque la fotografía es el arte supremo de la mimesis y el espejo, el artificio de fijar la mariposa del pasado y el futuro, que ya se adivina; en las sales de plata del instante fugaz e irrepetible. “Oh detente tú que eres tan bello” diría Fausto, asomado a la cámara CONTAX, de fabricación alemana, con la que Carlos Rodríguez iniciara su trabajo como “fotógrafo de planta” del periódico El Heraldo, en el año lejano de 1932, y es que al final de cuentas una imagen o vista del Medellín del año 1948, el arco solitario del puente San Juan sobre el rio Medellín, en 1943, la calle Colombia en 1949, La Plazuela Nutibara en 1950, o el teatro Junín en 1960- poco antes de ser tumbado por la retroexcavadora de Aguirre- y por otro lado, de ; tantos personajes representativos y figuras destacadas de la vida política, religiosa, artística y cultural -el deporte, la farándula, el cine, la crónica roja y social etc. etc.- porque la reportería gráfica de don Carlos Rodríguez parece haber cubierto todas las facetas y aspectos de la vida urbana-. Nos llevan a parafrasear aquel adagio resabido de que una imagen (pero una de esas imágenes arquetípicas suyas) vale por mil palabras... de los poetas y escritores localistas o regionalistas ¡Gracias, don Carlos!...
Enviado por Raúl Henao.


NOTA BIO-BIBLIOGRAFICA
RAÚL HENAO:

Poeta y ensayista. Vivió en Venezuela, México y los EE.UU. Durante dos décadas colaboró en los suplementos literarios más importantes del país. Ha sido invitado a más de quince Congresos y Festivales Internacionales de poesía, entre ellos, al Festival de Curtea de Arges, Rumania (2001), El Salvador (2002) y Venezuela (2004).
Entre sus libros de poesía publicados se destacan Sol Negro, El Partido del Diablo y EL Virrey de los Espejos, una recopilación de su prosa poética.

El poeta Henao es considerado uno de los poetas más importantes en las letras hispanas, además de ser uno de los más refinados cultores de la poesía surrealista.