jueves, 8 de octubre de 2009

GUSTAVO MEJÍA FONNEGRA - Cuentos-






SALA DE MÁQUINAS




Escampaba. Un reflejo dorado se esparcía por todo el lecho reseco de la laguna. Los restos de un pueblo sumergido entre el barro y el limo se veían a lo lejos. Buscó un sitio para sentarse. Sacó una libreta de notas. Trabajaba en la sala de máquinas de la represa.

Cada tanto revisaba el nivel de las aguas. Las sombras comenzaron a borrar los restos del pueblo. Un grupo de aves chillonas se perdió en el horizonte.

Recogió sus cosas. Poco antes de llegar a su auto, se cruzó con unos campesinos que regresaban a sus casas. Un perro con un ojo blanco se acercó meneándole la cola.

Saludaron. Desde ahí se veía el caserío, a orillas de la laguna. La carretera construida por la compañía, solitaria, bajaba en curvas cerradas hacia el campamento. Los faros del vehículo recortaban fantasmalmente los arbustos a lado y lado del camino.

— ¿Cómo está la laguna? —le preguntaron a su llegada.

—Casi seca —respondió.

A las siete de la mañana, el ascensor lo espera para bajar a la sala de máquinas, cincuenta metros bajo tierra. Desciende. Al abrirse la puerta, una luz metálica recorre todo su cuerpo. Se ajusta el casco. Entra. Tallada en la roca, una alta cúpula se alza sobre tres inmensas turbinas, alrededor de las cuales se mueven técnicos y obreros.

Confundiéndose entre ellos, solo recuperará su identidad a las dos de la tarde, cuando las sirenas marquen el cambio de turno.

Antes de trabajar allí, vivía en una ciudad, cerca de la frontera. Fue su primer empleo. Conoció a B., quien tenía un taller de grabado. Quería estudiar en Alemania. Vivieron juntos casi cuatro años. Se fue. No querían estorbarse, la pasaron bien, nunca pelearon. Seguían siendo amigos. Se escribían. Él se vino para la represa. Algo buscaba. No sabía. Las turbinas zumbaban. La bóveda pareció cobrar vida con la luz repentina de un reflector que portaban unos técnicos. Se acercó a las barandas. Las máquinas resplandecían en sus primeros ensayos.

Una multitud colmaba las aceras del centro de la ciudad. Cada quince días la visitaba, durante un fin de semana. Las calles y avenidas que la recorren estaban repletas de vehículos. La brea humeaba. El día transcurría aceleradamente. “Sólo me queda pasar por el correo”, pensó cuando ya iba camino a la biblioteca. Carta de B. “Besos y abrazos, estoy haciendo un estudio sobre éste pintor. Escríbeme. B.” Miró la postal. Dos reproducciones de un pintor Medieval, Mathías Grünewald, Alemania, 1460-1528. Las tentaciones de San Antonio y la crucifixión. Le pareció recordar el nombre del pintor. Guardó el resto de cartas y se dirigió hacia la biblioteca. Devolvió los libros que había prestado en la quincena anterior, y se puso a buscar entre los estantes. Tiene que estar por aquí… Grünewald… Buscó en una Historia del Arte y en una Enciclopedia. Tenía otro nombre. La información era escasa y fragmentaria.

Disfrutaba de su apartamento. Una ventana daba hacia el poniente. Miró un rato los autos que cruzaban por un puente, envuelto en la luz macilenta del atardecer. Buscó algo en la radio, se acomodó en la mesa, y mientras comía algo, miró de nuevo la postal. “¿Qué pintor tan extraño?, ¿qué habrá detrás de todo esto?”, pensó, mientras ojeaba las dos novelas que leería, y una biografía del pintor. El reflejo violáceo de un aviso luminoso titilaba a través de la persiana.

Leyó todo el otro día. Había comenzado a darle vueltas a la historia del pintor. No

encontró la película que buscaba. Se paseó un rato por el centro de la ciudad. Los domingos por la noche las calles y aceras estaban casi vacías. No podía mentirse, sabía que era otra forma de continuar con B. Sin embargo, la historia era interesante. Grünewald era maestro en hidráulica y construcción, pintor de retablos de iglesia y de vitrales. Su vida era oscura. Lo marcaron dos acontecimientos que en su época, el gótico tardío, asolaron Europa: las guerras y la peste. La más extraña de éstas era el fuego de San Antonio o mal de los ardientes. Pueblos enteros se intoxicaban sin saberlo con pan contaminado por un hongo microscópico. Borrachos, alucinados y sintiendo quemaduras en sus carnes laceradas, los habitantes de pueblos enteros salían desesperados a los caminos y finalmente se arrojaban a los ríos.

La rutina en el campamento cambiaba muy poco. Las mediciones en la laguna, el trabajo en la sala de máquinas. Pero la historia en la que escarbaba le daba un nuevo aire. Al regresar a la ciudad, lo primero que hizo fue visitar la biblioteca. Tenía la mesa llena de enciclopedias e historias del arte. –Perdón- , dijo, y se sentó. Tomaban notas. El ingeniero leía sobre un gran retablo que el pintor construyó, probablemente con el fin de brindar una esperanza de curación a las víctimas de la peste. Ella le preguntó algo sobre un libro de Arte. Salieron a la cafetería. La biblioteca barajaba sus propias historias. Después de la tensión inicial, un remolino invisible los envolvió.

Por la carretera que llevaba hacia la represa, se veía a lo lejos la ciudad. Encerrada en un valle, la recorría un río de lado a lado. Los barrios subían hacia la parte alta de las colinas. Los edificios del centro se erguían altos y fríos en medio de las calles simétricas. Y sobre ella, ese cielo desierto. Al pintor lo arrastró esa inmensa ola que fueron las guerras religiosas de Alemania. Lo pierde todo y se refugia en una ciudad ajena en la que pasa los tres últimos años de su vida. Se encarga del acueducto, vende pinturas que él mismo prepara, al igual que recetas médicas.

El trabajo en la represa llegaba a su fin. Las turbinas y el panel de control estaban funcionando. Una máquina de luz, como el retablo del pintor, compuesto por una docena de cuadros que se iban abriendo y cerrando, caja mágica iluminada desde lo alto de la capilla por sus desaparecidos vitrales. Cómo funcionaría toda esa inmensa maquinaria mística?. Le hablaron de otro trabajo, unos canales de irrigación. Lo pensaba. La laguna comenzó a llenarse con las primeras lluvias. La gente del caserío lo invitó a tomar café. Entró a conocer la casa. Las paredes eran de tapia. Los campesinos conversaban. El abuelo está enfermo. Dormía. Descolgado de la pared, un crucifijo reposaba en el nochero. Un vaso de agua. Sin saber que decir, miraba las paredes encaladas. Deslizó sus dedos por la huella de polvo, telarañas y pequeños insectos que dejó el crucifijo en la pared.

Ambos tenían miedo. Después de un rato se buscaron y amaron. Poco antes de salir del apartamento, ella le ayudó a preparar algo en la cocina. Acomodó un cuadro en la pared. Una noche se quedó a dormir. Escuchaban música. Se comenzó a oír de la calle un rumor creciente. Se asomaron a la ventana. Una larga fila de camiones comenzó a cruzar el puente. El ruido de motores se fue perdiendo en la noche. Un viento frío recorría la ciudad.

-¿De qué murió ese pintor del que me hablaste?- le preguntó ella.

–De peste- contestó el ingeniero.


EL ACCIDENTE



El río se escuchaba a través del vidrio roto. Al despertar vio, abajo, el torrente brillando entre la garganta de la montaña como una misteriosa serpiente ocultándose entre la neblina y la selva. Recordó el grito del chofer: -“agárrense”- El auto dio un primer bote al saltar sobre la orilla de la carretera. Caída. Al estrellarse contra un árbol, el auto detuvo su viaje hacia el abismo. Confundido en un oscuro sueño con lo que parecía ser su sangre, se sintió descender a las aguas.

El otro conversaba. Ensimismado, el ingeniero no prestaba atención a sus palabras. La señora de la jaula, repleta de equipajes, dormitaba en el asiento trasero. Y de pronto, la carretera patas arriba. Cuando al fin todo se detuvo, el primer silencio fue roto por las alas del pájaro. Sabía que el río estaba ahí, pero no sabía como había llegado hasta él. Tenía sed. Buscó con su boca el agua. Nada. No podía respirar, ni moverse. Atrapado en un instante. Solo podía girar a media su cabeza. Confusión.

Apaga el televisor. No te quedes ausente en medio de las cosas. Se me secan los labios. Por qué no estoy en mi trabajo. Tengo que abrir la puerta. Tirado, roto, por primera vez tuvo miedo. Todo acabó. La neblina subía y humedeció los restos del vehículo. Ni frío ni calor, sólo su cabeza ahí, reposando entre los restos del parabrisas. E l dolor no existía. El vidrio roto, los demás. Recordó las alas del pájaro al rozar su cara, revoloteando en medio del silencio.

Un rayo de luz se coló a través de los hierros retorcidos, iluminando los cristales desparramados alrededor del ingeniero. Un viento tibio lo llevó nuevamente hasta el río. Sus labios encontraron el agua. Estaba caliente. Algo llamó su atención, las manecillas del reloj del panel de instrumentos avanzaban y retrocedían, fosforescentes en la penumbra. La tierra enrojecida de la montaña, helechos, líquenes. Una rama rota. El paisaje del ingeniero.

De tanto en tanto las ramas azotaban el techo del vehículo. Todo arena cayendo. El árbol chirrió. En la estación de taxis alguien preguntó a la señora por su pájaro. Un canario criollo, un sabanero, no recordó, olvidaba con facilidad. Yacía atrás. Cuando días después despertó en la clínica, preguntó por su pájaro. Lloró. La jaula se incrustó en su regazo.

Sobre las piedras sumergidas se formaban remolinos una y otra vez. ¿Que serían? Era como tratar de tocar una telaraña. Color bermellón, el tronco flameaba. Entrecerró los ojos. Sus párpados se doblegaron. Mareado. Toda mi vida en un instante. La besé en los labios, la caricia de sus senos. Todo acabó. En la biblioteca, atardecía. No más boca. El reloj seguía saltando. Estaba ciego. Quería cambiar de vida. Todos querían. Enero del noventa y nueve.

Los buscaban en el río. Miraron hacia arriba, y allí estaba, suspendido sobre sus cabezas. Era el último árbol. –“Cálmese, ya vamos a sacarlos”- dijo una cara enorme. Al conductor nunca lo encontraron .Sintió un tubo entrando por su boca. En el helicóptero se sintieron optimistas.

Medio año después, el ingeniero mira el río desde lo alto del desfiladero. Todo es igual. Camina y habla con cierta dificultad. Enfocó el abismo con su cámara fotográfica. Una luz electrónica parpadeó en el visor. Todo se fue llenando de neblina.

_”Creo que al fin voy a poder ocuparme de mí mismo”-, pensó, mientras se dirigía hacia la carretera.


NITRATO DE PLATA


Saltando encima de las piedras, sigue el curso del agua, mirando su reflejo en ese espejo siempre móvil, fragilidad de la existencia que se desliza en el tiempo. Esta vez no apareció la más hermosa de todas, iluminando el riachuelo con el tono celeste de sus inmensas alas. Algún día será mía, piensa, la red encima de su hombro, pequeño cazador con la astucia de un gato.

Envuelta en el éter, agoniza. Al abrir la tapa del frasco, el acre olor se eleva hasta sus narices. Toma la mariposa entre sus dedos y aprieta delicadamente su cabeza, para no deformarla. A veces mueren con las alas abiertas, pero cuando se cierran, hay que desplegarlas con mucho cuidado para no resquebrajarlas. Luego la atraviesa con un alfiler.

La poeta le contó su proyecto: las alas de mariposas muertas, puestas sobre el papel fotográfico, en el laboratorio, dejan impresas imágenes sólo entrevistas en los sueños.

Con su caligrafía delicada, escribirá pequeños poemas para que levanten vuelo sobre este mundo ciego.

Le prometió que volvería con las manos llenas de mariposas, y esa tarde, en un rincón de su habitación, abrió la puerta que daba hacia el riachuelo.


LA SABANA DE LAS ICOTEAS


“Cómpremela doctor, está recién desenterrada”, sacó la cerámica de una mochila de fique trenzado, -recién desenterrada, pero igualmente recién hecha-, pensó, al tomarla entre sus manos, y sentir la tierra que la cubría desmoronarse entre sus dedos. “Donde la encontró “, le preguntó. “Ayer cazaba en el monte, y cuando me puse a covar para sacar un guatín que se encuevó huyendo de los perros, la encontré”. “¿Me vende también la mochila?”, le dijo, interesado por el diseño del tejido, que representaba de forma muy abstracta lo que parecía ser una figura femenina. El hombre, que tenía unos finos rasgos indígenas, aceptó encantado. El tiesto era un mono con una gran mazorca entre sus manos.

En invierno se inunda, pero en el verano la tierra se reseca. La sabana se encontraba cerca del litoral occidental, y las montañas que la encerraban estaban cubiertas de una espesa selva. Allá vivía el hombre, que se llamaba Orfilio “De las icoteas aquí no quedan ni rastros, doctor, hace mucho tiempo que no se ve ni una, pero allá en el monte si hay”, le dijo el hombre, al preguntarle porque la región tenia ese nombre. “¿Y porque desaparecieron las tortugas por acá?”, preguntó el ingeniero. “Mire nomás”, le dijo el hombre, señalando la tierra pelada de color amarillo cobrizo que cubría todo el valle.

Se tenía el proyecto de reforestar toda la sabana, pero primero era necesario construir una red de canales que drenara las aguas en invierno y regara la tierra en verano. Lo contrataron para trabajar en eso. Los estudios topográficos ya estaban hechos, el análisis de suelos era la labor que lo tenía ocupado en esos días. Pero había encontrado algo que lo tenia desconcertado, en todo el valle se encontraban unas especies de montículos que tenían una distribución sistemática, ora perpendiculares, ora paralelos a antiguos cursos de agua, pero cursos o canales que al igual que los montículos, parecían artificiales, hechos por los antiguos pobladores indígenas del valle. Sin embargo, en los estudios previos que hizo del lugar, no se mencionaba nada de esto. Se dedicó a recorrer todo el sistema de montículos, camellones los llamaban, y descubrió que cubrían casi toda la sabana, adyacentes a los ríos que permanecían casi secos en verano, pero aumentaban su caudal en invierno, inundando la mayor parte del terreno. En unas fotografías aéreas tomadas en la época de lluvias, se podía observar cómo canales y montículos confluían sobre el curso de agua principal. “¿Porque no se habrá descrito todo esto?”, se preguntó.

En más de una hora de camino por entre el monte, después de dejar el auto al final de la carretera, no vio ninguna casa, ni indicios de otra gente en los alrededores, el camino de tierra serpenteaba monte arriba y solo lo acompañaba ese susurro de la selva virgen, mezcla de cantos animales y vegetales que subían desde el suelo atiborrado de arbustos hasta el techo opresivo formado por la copa de los árboles. El hombre vivía en una casa levantada sobre cuatro pilares, con un piso de madera de palma, unas barandas que hacían la función de paredes, y un techo de paja circular. Es muy poco lo que la diferencia de las de sus antepasados, observó el ingeniero, cuando se sentó en un butacón que le ofrecieron. Toda la familia tenía rasgos indígenas. En un rincón colgaban las hamacas en las que dormían. Se veía un chinchorro y varios arpones. Un caparazón de icotea servía de recipiente para la sal al lado del fogón, donde tres gruesos troncos encendidos en sus extremos, dejaban escapar el humo por las rendijas del techo, formando, gracias a los rayos del sol, un alambicado diseño evanescente. “Queda muy poca gente, unos se fueron para el pueblo, y otros para la ciudad, aquí la vida es muy dura” le dijo el hombre. “Muy dura” dijo la mujer, que pelaba unos tubérculos que iba echando en la olla. “Muy solos por aquí”

“¿Mira, acá tengo todo el sistema, se distribuyen en casi el 80% de toda la sabana, que opinas?”. “Bueno, muy interesante, pero lo mejor es que te olvides de eso, no vaya y nos paren la obra declarándola patrimonio arqueológico” “Pero podría reconstruirse todo, respetando los trazos primitivos”. “Estás loco, saldría muy caro y demoraría mucho tiempo. ¿Además, que nos garantizaría que funciona?” Respondió el director del proyecto. “Limítate a seguir los planos, los tractores ya vienen en camino” Le dijo secamente.

“Porqué no se queda .El viejo va a cantar esta noche”, le dijo Orfilio, “además ya está anocheciendo y así no puede bajar por el camino; él es el papá de mi papá, se llama Restituto, y cuando se emborracha, habla en lengua” No pudo disimular su sobresalto. Todavía hablaba en lengua, que ya se consideraba desaparecida, y además cantaba a los espíritus ancestrales, algo de lo que solo se conocía en los textos de las crónicas, y ahí lo estaban invitando a escucharlo. Sólo hablaba la antigua lengua cuando cantaba y tomaba un aguardiente casero hervido con una raíz que nunca quiso revelar de qué árbol era. El viejo andaba en el monte preparándose para la noche. Al caer la tarde, regresó y se sentó en silencio, sin saludar. Tenía unos adornos hechos de monedas colgando de las orejas, pero de resto, su vestimenta era igual a la de los de los campesinos. Se ubicó en el centro del piso, y en cuclillas, comenzó a instalar una pequeña mesa, de unos dos palmos de alto, sobre la cual colocó cuatro caparazones de icotea, los llenó sirviendo de una vasija de barro, y luego las cubrió con una hoja grande de platanillo. Luego tomo en una mano un manojo de hojas de palma, y en la izquierda empuñó un estilizado bastón con una figura parecida a la de un felino. Comenzó a agitar rítmicamente las hojas, produciendo un sonido similar al de la lluvia y sus labios comenzaron a murmurar una canción. Todo se fue llenando de melancolía. En una mezcla de español y de lengua, el ingeniero pudo reconocer el nombre de un antiguo puerto colonial, ya desaparecido, de algunos animales y de la palabra espíritu y madre tierra.

La sabana estaba iluminada por una fina transparencia, pero no se veía ninguna luz ni firmamento. Unas mujeres, con grandes senos desnudos y una franja de fibra vegetal cubriendo sus caderas, trabajaban al lado de sus bohíos, desbrozando la huerta sembrada encima de los camellones; a su lado, unos niños jugaban con un cusumbo, que los miraba con sus inmensos ojos y silbaba un canto monocorde. Desde un montículo, unos muchachos sacaban del canal un chinchorro repleto de bocachicos. Más lejos, un grupo de hombres sudorosos trabajaban en la construcción de una zanja, que se continuaba hasta un grupo de bohíos rodeados por unas palmas de chontaduro, tras las cuales se oía murmurar el río tras un pequeño bosque. Otras mujeres apilaban maíz en sus petates, y de la montaña se veían bajar unos cazadores que traían una danta a cuestas. De pronto, sintió la presencia de Restituto a su lado, agitando las ramas encima de su cabeza. “Antes todo era así de bonito”, le dijo el viejo, al tiempo que desaparecieron todas esas imágenes, y solo le quedó el recuerdo del momento en que sintió ganas de vomitar luego de tomarse el trago que el viejo le ofreció.

No quiso oír los cantos de sirena entonados desde el fondo de su inconciente, al regresarse al otro día. No todo fue color de rosa, hubo cosas terribles, imágenes delirantes, regresiones a épocas y acontecimientos que ya creía liquidados para siempre, cosas absurdas o bellas y nada más. Pero lo único que le interesaba era el “Antes todo era así de bonito”, solo eso, el resto, cantos de sirena.

“¡A que horas llegan? …bien, son cuatro casas con tejado de hojalata, y a su lado hay media docena de tractores, los estaré esperando”. -Fue una suerte que todavía esté trabajando ahí, cosa que muy pronto no podrán decir de mi mismo-. Pensó el ingeniero mientras llegaba la nave de los periodistas. Aterrizaron, se embarcó con ellos, y comenzaron a recorrer la sabana desde las alturas. Sobrevolaron de norte a sur toda la región, y como ya habían comenzado las primeras lluvias, se podían ver los canales dibujados por pequeños hilos de agua, adyacentes a las ciénagas que se formaban aquí y allá, o a los principales cursos de agua, roturándolo todo. Los periodistas filmaban y tomaban notas. Unas curiosas formaciones en abanico se observaban en los recodos mas pronunciados de los ríos, pero sólo en el extremo sur de la sabana encontraron una explicación a las inundaciones de la zona: se trataba de un delta interior formado por la confluencia de tres grandes ríos en donde se inician las grandes llanuras que se dirigen hacia la costa occidental. Debido a una falla geológica, la sabana esta deprimida en relación a las llanuras, y al desbordasen los ríos en el delta, la convierten en una inmensa zona cenagosa. Para remediar este orden de cosas, los indígenas inventaron todo ese gran sistema de drenaje, que permitía, además del flujo de las aguas en invierno, la conservación de las huertas en verano, en lo alto de los camellones. -“Esto es increíble”-, decían los periodistas, -“y nadie sabía que esto existía”- Le aseguraron que al otro día la crónica circularía en todos los noticieros del país, y luego podrían interesarse los corresponsales extranjeros. Sentado en las orugas de uno de los tractores, los vio desaparecer en el horizonte.


LA CARTA EN EL CRISTAL


Estimado Alejandro, la semana pasada llegó ésta carta a mi correo, creo que en la próxima reunión de la revista podríamos hablar de ella.

Ingeniero, así como el agua pule la piedra mas dura, el tiempo de un hombre cincela las palabras que un día osará pronunciar. Como supe de usted poco importa, que hará con esto que escribo, tampoco. En el aliento del último sueño, vi ésta carta reposando en un estante de cristal, confío en mi memoria. La neblina matutina terminó de desvanecerse, y en el árbol del solar las hojas doradas por el sol les roban a los pájaros su vuelo. Mi pueblo es el mundo mismo, o por lo menos lo que sé de él por los libros que he leído. A las ciudades sólo voy a visitar sus bibliotecas, como voy a las montañas para sumergir mis manos en los torrentes que bajan de sus cimas. Aquí me quedaré por siempre, siguiendo el hilo luminoso de esa Ariadna que habita a pocas casas de la plaza principal, y que no lo sabe ni lo sabrá nunca, como el Otro nunca supo que el de Creta era un reflejo de su propio laberinto. Ni sigo el ejemplo de nadie, ni quiero ser ejemplo para nadie. En el establo de mi padre ordeño las vacas al amanecer, como él me enseñó, como les enseñaron a todos los muchachos de mi edad, porque así tenía que ser, y no por nada especial. De la misma forma manan las palabras de los libros, como titilan las estrellas de los cielos, no por nada especial, sino porque así tenía que ser, y de la misma forma transcurre mi vida, e igualmente así terminará.

En una casa abandonada, bajando por el camino que va hacia el trapiche de don Ezequiel, vi una tarde, reflejado en sus paredes, a Edgar Lee Master limpiando con mano firme y grácil una lápida en el cementerio de Spoon River, y el nombre era mi nombre.

La loca del pueblo corría alrededor de la plaza tocando una campana, en medio del aguacero. De donde sacaría la campana, se preguntaban todos. Ella reía y reía, balanceándola encima de su cabeza. Parecía volar sobre los charcos. Y de pronto se acercó a dos hombres elegantes, que nadie había visto, y les entregó la campana. Estos subieron a un auto, y se fueron. Luego vinieron los muertos.

He leído muchos manifiestos, los surrealistas, los anarquistas, los pánidas, los nadaístas, y yo le digo al profesor del pueblo, que es mi amigo: míralos, míralos morir. El se sonríe y me mira sin comprender.

Un día vi a la madremonte. Los hijos de un finquero me regalaron un rifle de aire comprimido. Me iba de madrugada al monte a cazar pájaros. En un rastrojo encontré un ratón de campo. Le disparé y le di. Al acercarme surgió de la maleza una señora muy vieja, llena de arrugas. La miré bien, y me di cuenta de que lo que parecían arrugas eran animales, todos los animales del mundo estaban ahí, pero el mundo ya no existía, todo estaba vacío, tiernamente vacío. La miré a la cara y no era una vieja, era un ser muy cercano a lo que a veces creo que es mi alma, pero no parecía humano, era como la llama de una vela en la oscuridad. Tenía los ojos en blanco. Luego desapareció. Al llegar al pueblo, me dirigí a la manga donde estaba un circo que había llegado la semana anterior. El director me quería comprar el rifle para montar un espectáculo de tiro al blanco. Se lo vendí. Por el pliegue de la carpa su hija, vestida de gitana, me miraba sonriente. Esa tarde, por primera vez en mi vida, hice el amor. Se llamaba Marta. Cuando me puede la melancolía, regreso a esa manga, me siento entre la hierba y comienzo a contar todos los espartillos con un ojo, y con el otro veo las nubes deslizándose en el cielo. Entonces veo a Marta y a ese ser que confundí con la madremonte.

Esto es lo que recuerdo de la carta, señor ingeniero. Además, debo salir a limpiar el establo.


Esteban.


RESEÑA DEL AUTOR

Gustavo Mejía Fonnegra

Febrero 15 de 1951

Licenciado en Filosofía y Letras UPB 1978

Magíster en Etnolingüística Universidad de los Andes 1987

Doctor en Filosofía UPB, en proceso

Profesor Facultad de Filosofía y Letras, UPB 1978-1979, 1991-1992; Universidad de Antioquia, Departamento de Antropología, 1979-1988; Universidad Nacional, Humanidades, 1980-1981, Investigador Universidad de los Andes,1989-1990; Secretaría de educación de Medellin, Profesor de Español desde el año de 2004.

Publicaciones:

"La perplejidad y el paisaje.-Apropósito de Malcolm Lowry-, Departamento de bibliotecas de la Universidad de Antioquia, cuadernillos del "Ciclo de literatura", 1982, y reproducido en la Revista dominical del Diario La Patria de Manizales el Domingo 17 de Octubre de 1982.

Guión y Dirección de la película "El cargador de hombres", cortometraje Super 8, Festival de cine aficionado de Caracas, 1982; Festival internacional de cine aficionado de Bogotá, 1984; Festival de cine aficionado de Quebec, Canadá, 1985; 3º festival de cine Santa Fé de antioquia, 2002.

Claude Lévi Strauss. El análisis estructural en etnología, en Epistemología e historia de las ciencias. ICFES, eventos científicos nacionales 1, Bogotá, 1984.

El papel del "yo" masculino en la estructuración de la persona gramatical en waunana, en Actas del V congreso nacional de antropología, Ed.Icfes, Bogotá 1990.

"Lenguas aborígenes de la costa pacífica colombiana", y "Presentación y descripción fonológica y morfosintáctica del Waunana", en Lenguas Indígenas de Colombia, una visión descriptiva, Ed. Instituto Caro y Cuervo, Santa Fé de Bogotá, 2000

Cuentos cortos:"Nitrato de plata",publicado en Generación, suplemento literario de El Colombiano, domingo 2 de Marzo de 2008 y "El accidente", publicado en Generación del Domingo 8 de Junio de 2008.

2 comentarios:

  1. palabras llenas de significado nacidas de una mente desbocada que nunca cesa de comprobar que la vida es siempre una sorpresa, mas aún en lo cotidiano que en lo aparentemente anómalo.

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  2. los dedos escriben movidos por pequeñas cargas eléctricas nacidas de una chispa primordial que desesperadamente pretende comunicar la perplejidad estar vivo a pesar de tanta muerte

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